Hace 4 000 años, un sumerio anónimo escribió la primera obra de ficción que sobreviviría hasta nuestros días, la epopeya de Gilgamesh, que cuenta las andanzas de un rey que busca la inmortalidad. No es una coincidencia: alargar nuestra fecha de caducidad ha sido siempre una obsesión muy humana, por eso la encontramos ya desde el principio de la historia.
Con el paso de los siglos, ese sueño imposible ha pasado de ser patrimonio de la ficción a convertirse en una posibilidad cada vez más real. Ha sido gracias a una serie de descubrimientos que nos han permitido entender la clave del problema: por qué envejecemos.
La respuesta más simple: porque envejecen nuestras células. Aunque este cambio de perspectiva parezca trivial, saltar del mundo visible al microscópico nos ofrece muchas posibilidades.
El envejecimiento se había visto tradicionalmente como algo inevitable, una consecuencia de estar vivo. Pero con el tiempo hemos descubierto organismos que parecen inmortales, como la hidra o ciertas medusas, capaces de regenerarse indefinidamente. Otros envejecen a un ritmo extremadamente lento, como las ballenas.
Esto nos hizo pensar que la degeneración progresiva que sufren nuestros cuerpos a partir de la cuarta década de vida tenía que estar explicada por mecanismos biológicos que funcionan a ritmos diferentes según cada especie.
Efectivamente, después de años de investigaciones se han definido nueve factores que se cree que son los principales responsables del envejecimiento de los tejidos y, por tanto, determinan los efectos del paso del tiempo en nuestros cuerpos.
Más allá de la simple curiosidad de saber cómo funcionan las cosas, esto tiene una utilidad clara: una vez hemos identificado los detalles de un proceso, estamos en condiciones de modificarlo.
Actualmente se están probando en el laboratorio varias estrategias. Desde alargar los telómeros a recuperar las células madre o reducir el daño oxidativo. Pero la que parece que tiene más posibilidades de éxito es eliminar las células viejas, también conocidas como senescentes.
Muchos de los procesos que llevan al envejecimiento acaban generando estas células senescentes que, poco a poco, llenan los tejidos. Esta evolución impide que el resto de las células hagan sus tareas habituales, por eso los órganos dejan de funcionar correctamente.
Esto se confirmó hace diez años generando un ratón transgénico en el cual se podían destruir a voluntad las células senescentes. El resultado fue que los animales vivían más tiempo y con más calidad de vida.
La carrera para encontrar cómo hacer lo mismo en humanos empezó inmediatamente. Se tardó poco en encontrar una nueva clase de fármacos, los senolíticos, que tenían la habilidad de matar las células senescentes sin afectar demasiado a las normales.
Se demostró que mejoraban la salud de los animales de laboratorio. Entonces se pusieron en marcha ensayos clínicos para mirar qué efectos tienen en enfermedades relacionadas con el envejecimiento en las que se ha visto que hay un exceso de células senescentes.
Pero los senolíticos son, al fin y al cabo, sustancias químicas ya conocidas que se usaban para otras cosas. Así pues, su especificidad es relativa, y tienen más efectos secundarios de lo que sería deseable. Es decir, sirven como primer paso, pero hay que encontrar alternativas más seguras si se quieren usar para tratar los síntomas del envejecimiento.
Aquí es donde entraría la segunda generación de senolíticos, que se están diseñando en grupos como el de la Universdiad de Leicester (UoL) y la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Se trata de fabricar herramientas que reconozcan las células diana de manera precisa y las destruyan sin tocar a sus vecinas. Es lo que se llaman terapias dirigidas.
Hay varias maneras de hacerlo. Al equipo de la Uol/UOC se le ocurrió empezar por investigar cómo es la superficie de la célula senescente, qué protuberancias características tiene que no tengan las otras células y que se puedan identificar fácilmente.
Tras conseguir esto, se pasó a la segunda fase: construir algo que se pudiera enganchar a una de esas protuberancias y descargar una sustancia tóxica dentro de la célula. No es un concepto nuevo: ya se está usando algo parecido para tratar el cáncer. Es decir, se decidió copiar una idea que funcionaba bien y adaptarla a otro campo.
Así es como se ha construido lo que se llama una “bomba inteligente”, tuneando un anticuerpo para que, en vez de reconocer un microbio o una célula cancerosa, busque la célula senescente, se enganche a su superficie y “explote” en su interior.
De momento se ha demostrado que la idea funciona en células humanas en cultivo. Ahora hay que ver qué efecto tiene en un organismo y, especialmente, si hay alguna consecuencia indeseable. Si los próximos experimentos en animales funcionan, se pasaría a probarlo en humanos.
En teoría, estos senolíticos dirigidos tendrían que reducir con eficacia la carga de células viejas de los tejidos y enlentecer el proceso de envejecimiento, por lo menos en ciertas situaciones.
Esto no nos dará la inmortalidad, naturalmente, ni es lo que se persigue, pero podría reducir la mala salud que muchas personas tienen que soportar en la recta final de sus vidas. Seguramente, incluso Gilgamesh se apuntaría encantado.
Salvador Macip, Preofessor and Researcher, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 07/12/2021 08:53
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