Cada treinta años, aproximadamente, Marte y la Tierra coinciden en aquellos puntos de sus órbitas respectivas en que estas se acercan más una a la otra. Cuando esto ocurre, como sucedió en 1877, Marte se halla a tan solo unos 56 millones de kilómetros de la Tierra, una magnífica oportunidad para que los astrónomos lo estudien minuciosamente. Es lo que se dispuso a hacer aquel año el italiano Giovanni Schiaparelli, aunque su exceso de celo y el afán de pasar a la posteridad hicieron que se le fuera las manos.
Schiaparelli creyó observar unas líneas finas que corrían desde los polos al ecuador marciano, a las que bautizó como “canali”, porque lo que el astrónomo italiano quería señalar era la apariencia de un sistema irrigador de los canali, que funcionarían a modo de acueductos o acequias extraterrestres.
Que se relacionase a los canales de Marte con obras civilizadas fue una predecible consecuencia del momento tecnológico que se vivía, porque por aquel entonces se estaban abriendo gigantescos canales para la navegación en todo el mundo, entre otros los de Suez y Panamá. Su magnitud ciclópea tenía pasmado al personal.
El asunto de los canales despertó la calenturienta imaginación de mucha gente, entre otros del millonario norteamericano Percival Lowell, tan entusiasmado con la idea de una civilización marciana que en 1894 construyó, a sus expensas, su propio, moderno y costosísimo observatorio en Flagstaff, Arizona. Allí sigue hoy, funcionando perfectamente.
Dedicado en cuerpo y alma a la astronomía, Lowell gastó gran parte de su tiempo y buena parte de su fortuna persiguiendo la existencia de civilizaciones inteligentes en Marte, una obsesión muy embarazosa para su aristocrática familia bostoniana.
Después de cuatro años de inútiles observaciones astronómicas, la literatura le envió un balón de oxígeno: en 1898 H. G. Wells publicó su memorable novela La guerra de los mundos, inmediatamente convertida en un superventas literario. Cuarenta años después, el 30 de octubre de 1938, Orson Welles lo convertiría en la emisión radiofónica más famosa de todos los tiempos.
Como le sucedió a Alonso Quijano con los libros de caballerías, lecturas como esa y otras relacionadas habían convencido a Lowell no solo de que había vida en Marte, sino que, además, era vida inteligente. Una sabia y antigua civilización había construido esos canales para drenar agua de los helados casquetes polares y abastecer así a las sedientas y desesperadas ciudades edificadas en la zona ecuatorial de un planeta que se estaba desertizando.
La prensa vino en su ayuda. El 27 de agosto de 1911 la sección “Maravillas del cielo” del prestigioso New York Times abrió con un gran titular:
«Los marcianos han construido dos inmensos canales en dos años. Estos vastos trabajos de ingeniería han sido llevados a cabo en un tiempo increíblemente corto por nuestros vecinos planetarios».
La creativa información continuaba:
«[Los canales] son tan grandes que, a su lado, el Cañón del Colorado sería una nimiedad».
Así llegó el gran momento mediático de Lowell y la popularidad de sus tres libros sobre Marte que hasta entonces habían pasado inadvertidos para el gran público.
Tras los avances de la Era Espacial en la segunda mitad del siglo XX, y después de que las investigaciones de Kuiper demostraran que la atmósfera de Marte era una mortífera mezcla gaseosa, cualquier posibilidad de vida que fuera más allá de las formas microbianas más simples quedó desvanecida.
A la pregunta de si es posible que ahora mismo haya algún tipo de vida en Marte, la Nasa afirmó hace ya tiempo que no: en 1976, la agencia espacial puso las naves robot conocidas como Viking en el planeta rojo, y tras estudiar durante cuatro y seis años, respectivamente, el suelo marciano en busca de bacterias, los resultados fueron decepcionantes.
El mundo más parecido a la Tierra del que tenemos pruebas no albergaba rastros orgánicos.
Más de treinta años después de las Viking, la sonda Phoenix se posó en las gélidas superficies del norte marciano el 26 de mayo de 2008. Las impresionantes imágenes del amartizaje, televisadas en directo a todo el mundo, quedaron mediáticamente tapadas por la casi simultánea aparición del número de 30 de mayo de la revista Science.
En poco más de dos páginas de esa prestigiosa revista científica, se descartaba la posibilidad de que hubiera existido vida marciana: el líquido imprescindible para sostener la vida, el agua, sobre cuya existencia se habrían centrado las expectativas de vida en Marte hace cientos de millones de años, era una salmuera hipersalina, un caldo absolutamente incapaz de albergar el origen de formas de vida similares a las terrestres.
El exceso de sal es mortal para la vida microbiana, algo que saben los hombres desde muy antiguo: el mismo efecto que conservaba el pescado antes de la invención de los modernos congeladores o que cura los deliciosos jamones conservando los perniles en salmuera, provocando con ello su deshidratación y evitando de paso las infecciones microbianas, habría impedido también que surgieran microbios precursores de formas de vida más evolucionadas y complejas en el planeta rojo. Al menos, tal y como las concebimos por nuestra experiencia terrícola.
En diciembre de 2016, la NASA publicó las imágenes y la información recabada por el astromóvil de exploración marciana transportado por Curiosity, la misión que aterrizó en el cráter Gale el 6 de agosto de 2012. Por primera vez, en la ladera del cráter se encontró boro, un elemento que puede ser un remoto indicio de que en Marte hubo agua con las condiciones necesarias para albergar vida.
Animados por las novedades y para que no perdieran la esperanza los nostálgicos, un estudio publicado en 2019 afirmaba haber hallado indicios de material orgánico en un meteorito marciano encontrado a fines de los años setenta en las colinas Allan, en la Antártida. ¿Indicios de vida marciana en un meteorito? Los antecedentes no ayudaban.
En diciembre de 1984 una expedición del Smithsonian Museum había descubierto en el mismo lugar otro trozo del mismo meteorito. Aunque durante años se especuló con que algunas de las huellas grabadas en ese trozo de diogenita se debían a la acción de seres vivos de origen marciano, un estudio publicado en 2014 descartó que las huellas correspondieran a actividades orgánicas y, además, que la muestra se había contaminado en la Tierra por el hielo antártico en el que permaneció atrapada durante milenios.
El pasado 18 de febrero, después de un viaje de casi siete meses y 470 millones de km a través del espacio, se posó en Marte el Perseverance, la sonda robótica de la Misión Mars 2020, cuyo primer objetivo es buscar rastros de vida.
Nadie espera encontrar microorganismos vivos. Sería un acontecimiento de proporciones históricas. Tardaremos años en saber los resultados. Parte de las muestras que recoja el Perseverance tendrán que analizarse en la Tierra. Eso ocurrirá, como pronto, hacia 2028 o 2029, cuando otra nave las recoja y regrese con ellas.
El principio de que anuncios extraordinarios requieren pruebas extraordinarias es más válido que nunca. Pero con pruebas o sin ellas, los lectores de Ray Bradbury esperamos ansiosamente poder leer una nueva y definitiva entrega de las descripciones poéticas y melancólicas de Marte y los marcianos que encierran sus Crónicas Marcianas.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:11
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