En junio de 2017 cambió para siempre nuestra forma de entender los incendios forestales en Europa. El día 17 se estrenaba la campaña de incendios en la península en Pedrogão Grande (Portugal). Lo hizo con un fuego extremadamente violento que llegó a devorar casi 5 000 hectáreas en la peor hora y se cobró la vida de 66 personas.
Fue la primera tormenta de fuego de la que tenemos constancia en la península ibérica. En el momento de máxima intensidad, la energía emitida por el incendio de Pedrogão Grande llegó a ser equivalente a la de 27 bombas atómicas a la hora.
Escribimos estas líneas cuando una oleada de incendios inaugura la todavía incipiente temporada en la península ibérica. Estamos en una situación que muestra ciertos paralelismos con lo que pasó en ese fatídico junio de hace 5 años. ¿Se volverá a repetir la pesadilla? ¿Hemos aprendido algo?
Antes de abordar la cuestión nos gustaría recordar que ni los incendios, ni los incendios extremos, son fenómenos recientes en la naturaleza. Los primeros incendios documentados ocurrieron hace ya 420 millones de años.
El primer incendio catastrófico del que tenemos constancia, según los cánones actuales de qué constituye una catástrofe ecológica, ocurrió en la localidad de Mayo, en Irlanda, hace ya 350 millones de años. El megaincendio que ocurrió no solo calcinó la vegetación, sino que desestabilizó los sistemas biogeoquímicos y sedimentarios hasta el punto que se diezmaron las poblaciones piscícolas de aguas abajo.
Asimismo, tenemos constancia de que las tormentas de fuego (también llamados incendios de 6ª generación) han ocurrido solo de forma escasa, aunque recurrente, fuera de la península. La más reciente cerca de nuestra geografía ocurrió en 1949 en las Landas francesas, cerca de Burdeos.
Lo que sí es nuevo es la recurrencia de estos eventos. A escala global, nos encontramos cada vez una mayor frecuencia de incendios extremos que algunos consideran incluso sin precedentes.
Los incendios extremos resultan de tener grandes acumulaciones de combustible o vegetación que están conectadas a escala de paisaje. Esto es, masas forestales continuas, sin gestión o abandonadas, y sin apenas disrupción por campos agrícolas.
El estrés hídrico, que resulta tanto de la competencia entre árboles (fruto de la falta de gestión) como de sequías exacerbadas por el cambio climático, predisponen a que esas masas forestales sean pasto de las llamas.
Cuando se produce la ignición a esas masas inflamables bajo olas de calor, que convierten la atmósfera en altamente desecante, o fuertes vientos y pendientes, el gran incendio está asegurado.
La noche suele aportar la ventana de condiciones óptima para abordar la extinción del incendio. Pero el cambio climático hace que las temperaturas nocturnas aumenten más que las diurnas, con un efecto más que notable sobre la capacidad de extinción.
Bajo esas circunstancias, el incendio crece tan rápido que la energía producida puede ser varias veces mayor que la emitida en una bomba atómica como la de Hiroshima. En ese caso el incendio crea su propio ambiente de fuego: su propio patrón de propagación llegando a alterar incluso la meteorología.
Nuestra respuesta al aumento en la virulencia siempre es la misma: aumentar los medios. A escala continental, el Mecanismo Europeo de Protección Civil se ha reforzado con más recursos de extinción, pero siempre serán una gota de agua en el océano durante las pirocrisis. Más importante que aumentar los medios de extinción es adaptar su preparación y respuesta a las condiciones pirometeorológicas.
En Portugal, se reconoció políticamente la necesidad de abordar las causas estructurales vinculadas al territorio y se creó una agencia para la gestión integrada del fuego, con un aumento del presupuesto para la prevención. Otros países podrán aprender de la experiencia portuguesa y monitorear los resultados futuros de este enfoque.
En España, siempre empeñados con más aviones y más grandes, los bomberos tienen en muchas ocasiones condiciones laborales precarias. Aprovechar su amplio conocimiento para desarrollar acciones preventivas en invierno sería una inversión más efectiva, aunque menos efectista, que comprar aviones grandes. Recordemos que, según los cálculos de bomberos, más del 75 % de las descargas aéreas son ineficientes.
Hasta la Comisión Europea ha reconocido la necesidad de un enfoque firesmart, pero sobre el terreno queda casi todo por hacer.
Siempre tendremos grandes incendios forestales. Pero podemos reducir su probabilidad, frecuencia y tamaño si disminuimos la continuidad del paisaje forestal y promovemos el mosaico de tipos de vegetación y la menor acumulación de combustibles.
En condiciones meteorológicas extremas, las medidas de gestión pueden no disminuir la propagación de los incendios, pero reducen la energía potencialmente liberada, lo que facilita la labor de los medios de extinción, reduce la severidad del incendio y aumenta la resiliencia del territorio.
Debemos también abordar el cambio climático urgentemente.
Nuestra forma de afrontar el problema de los incendios forestales, más medios y menos gestión del territorio, nos está llevando a una guerra nuclear contra la naturaleza. Y esta es una guerra que no vamos a ganar. Debemos buscar la solución en la ciencia e ingeniería forestal y no en los eslóganes políticos. La siguiente tormenta de fuego en la península puede ocurrir en cualquier momento.
Víctor Resco de Dios, Profesor de incendios forestales y cambio global en PVCF-Agrotecnio, Universitat de Lleida y Paulo Fernandes, Profesor de incendios forestales, University of Trás-os-Montes and Alto Douro
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 22/06/2022 21:45
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