No cabe duda de que, en los últimos meses, todo lo relacionado con los virus ha cobrado una actualidad sin precedentes. Términos como IgG, IgM, PCR, antígenos o inmunidad celular, que antes estaban reservados casi exclusivamente a los foros científicos, ahora son de uso común en nuestras conversaciones. Creemos que estamos viviendo un momento histórico. Pero una breve mirada al pasado cercano nos muestra que esta situación no es extraordinaria.
Todavía hay 37 millones de personas en el mundo que están infectadas por el virus del SIDA; en África continúa habiendo brotes de Ébola; y virus que antes creíamos propios de lugares remotos, como el del dengue, el Zika o el Chikungunya, ahora pueden propagarse cerca nuestro.
Si miramos al futuro, la situación tampoco es tranquilizadora. Nuestro mundo hiperconectado y densamente poblado favorece extraordinariamente la propagación de los virus. Además, cada vez estamos dejando menos sitio libre para la fauna salvaje, con las consecuencias que eso tiene en la exposición a nuevos patógenos.
Así las cosas, no es extraño que la visión más extendida de los virus sea la de meros agentes causantes de enfermedades. Pero los virus son mucho más que eso. Han acompañado a la vida desde sus orígenes y han contribuido a moldearla, hasta el punto de que podemos afirmar que la biosfera que existe actualmente no sería como es si no fuera por su interacción con los virus.
Hay varias hipótesis para explicar el origen de los virus. La más aceptada defiende que son descendientes directos del conjunto de replicadores primitivos. Esto es, de las moléculas con información genética transmisible mediante un proceso de copia que poblaron la Tierra antes de la aparición de la vida celular.
Existe amplio consenso entre los científicos en que esos primeros replicadores eran moléculas de ARN capaces de catalizar algunas reacciones simples. Su reunión en compartimentos, posiblemente de origen inorgánico, facilitó la cooperación entre ellos, al mismo tiempo que surgían parásitos genéticos. Esta distinción entre elementos cooperadores y parásitos es la que posteriormente daría lugar a la aparición del mundo viral y el mundo celular, tal y como los conocemos ahora.
La existencia de virus que almacenan su información genética en genomas de ARN, a diferencia de las células que siempre la almacenan en el ADN, parece ser una prueba de esta hipótesis ancestral de los virus. El hecho de que algunos virus posean una actividad que es capaz de transformar el ARN en ADN también se considera una prueba de su antigüedad y su posible papel en transiciones evolutivas relevantes.
Otra alternativa para el origen de los virus es la hipótesis regresiva, que defiende que son productos de la degeneración de células ancestrales que perdieron su autonomía y evolucionaron hacia una forma parásita.
Y tenemos también la hipótesis de escape, que afirma que los virus proceden de genes celulares que adquirieron las capacidades de replicación autónoma –fuera del contexto del resto del genoma– e infectividad.
Sea cual sea su origen, lo cierto es que los virus han coevolucionado con la vida y han contribuido a la emergencia de innovaciones, hasta el punto de ser considerados el motor evolutivo más importante que existe en la naturaleza.
Una presión selectiva no es más que algo que limita la supervivencia de una población y que, por tanto, favorece a los individuos que mejor resisten esa circunstancia concreta.
En el caso de las bacterias, la infección por sus virus característicos, los bacteriófagos, otorga una ventaja a aquellas que poseen algún mecanismo de defensa. Por ejemplo, la existencia de un receptor con el que el virus no puede interaccionar. O la presencia de endonucleasas de restricción y el sistema CRISPR que degradan el material genético viral impidiendo su multiplicación.
A su vez, que existan estas bacterias resistentes supone una presión selectiva sobre la población viral, que favorece a los virus que resistan mejor los mecanismos de defensa bacterianos. Cuando estos ciclos se repiten en el tiempo, se produce una evolución concertada entre el patógeno y el hospedador, de modo que se acelera la evolución de ambos.
En el caso de los virus que infectan animales ocurre un esquema similar que, entre otras cosas, ha conducido a la aparición del sistema inmune adaptativo de los vertebrados. Por su parte, las poblaciones virales, muchas veces reducen su virulencia con el tiempo. Es decir, los virus se hacen menos agresivos para así poder permanecer más tiempo multiplicándose en su hospedador. En estos casos se puede llegar a una coexistencia pacífica entre ambos, generándose los denominados reservorios virales, especies animales que son portadoras de virus sin presentar síntomas de enfermedad.
Cuando, por alguna circunstancia, uno de estos virus salta a la población humana, puede surgir una nueva enfermedad para nuestra especie. Esto es lo que ha sucedido con la COVID-19, con el SIDA y con las nuevas cepas del virus de la gripe. A corto plazo, la introducción de estos nuevos virus va a ser muy negativa. Pero a largo plazo, son estas situaciones las que nos van moldeando. Y al final, como dice el refrán, lo que no nos mata nos hace más fuertes.
Los virus son grandes inventores de genes. Esto se debe a que, cuando copian sus genomas, producen muchas mutaciones que se transmiten a su progenie. Además, algunos genomas virales tienen cierta propensión a mezclarse entre ellos, lo que puede dar lugar a cambios muchos más drásticos que las mutaciones puntuales.
Muchos virus tienen la capacidad de integrar su genoma en el genoma del hospedador, multiplicándose al mismo tiempo que él y transmitiéndose así a la descendencia. Así es como muchos genes virales pueden pasar al mundo celular.
Sin ir más lejos, muchos genomas de bacteriófagos, integrados en genomas bacterianos, aportan a las bacterias capacidades tan interesantes como la de resistir la acción de los antibióticos o la producción de toxinas que les dan una ventaja frente a otras bacterias competidoras.
A veces, el genoma del bacteriófago se separa del genoma celular. En ese proceso, se lleva parte del material genético del hospedador, que ahora podrá ser transmitido a otra bacteria. Los virus, por tanto, constituyen un potente mecanismo de transferencia génica horizontal que permite que las innovaciones evolutivas que surgen en una especie sean compartidas por toda la comunidad.
Los genomas de vertebrados también poseen una buena parte de ADN de origen viral. En el caso del ser humano esto puede suponer hasta un 10% del genoma. Y no es ADN basura, sino que realiza importantes funciones. A veces contribuyendo a regular la expresión génica (los genes que se expresan en cada tipo celular en cada momento) y otras haciendo que emerjan nuevas funciones.
La lista de funciones, actividades y procesos celulares que han surgido o han sido modificados gracias a la acción de los virus es mucho más larga que lo que se puede describir en este artículo. El mensaje que se deriva de todo esto es que, en buena medida, somos el resultado de la interacción con los virus que nos han afectado a lo largo de nuestra historia. Algo que, a corto plazo, nos puede causar problemas, pero que, a lo largo de la evolución, ha contribuido a hacernos humanos.
Ester Lázaro Lázaro, Investigadora Científica de los Organismos Públicos de Investigación. Especializada en evolución de virus, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:13
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