El metabolismo es el conjunto de transformaciones mediante las cuales, a partir de materia orgánica (la comida), agua y oxígeno, construimos nuestro cuerpo y generamos energía para todo proceso vital. Gastamos energía cuando hacemos ejercicio. Pero también al dormir, manteniendo y reparando el cuerpo. O pasando una agradable tarde de lectura: no olvidemos que mantener el cerebro “le cuesta” a un adulto el 20 % de toda su energía diaria.
El modo en que obtenemos y gastamos energía los humanos ha sido objeto de discusión en las ciencias y las humanidades. Más aún desde que se ha descubierto que contamos con un extra de energía inesperado. Comparados con otros primates, empleamos más energía de la que podría parecer necesaria por nuestras características físicas.
¿Por qué necesitamos los humanos ese extra de energía? Y ¿cómo la conseguimos?
Una de las respuestas más apasionantes a ambas preguntas tiene que ver con nuestra naturaleza biocultural.
Durante nuestra evolución hemos desarrollado rasgos que nos diferencian de nuestros parientes vivos más cercanos: crecemos más lentamente, desarrollamos un cerebro más grande, nos reproducimos más, vivimos más años y somos más resistentes en el ejercicio físico que chimpancés, bonobos y gorilas.
Estos rasgos son energéticamente caros, y hacerlos posibles a lo largo de nuestra vida es lo que se ha llamado la paradoja energética humana.
Hasta hace unos años, sorprendentemente nadie había comparado el gasto energético total entre humanos y grandes simios. El primero en hacerlo fue el biólogo experimental Herman Pontzer, que propuso que los humanos estamos metabolicamente “acelerados”. Esto significa que el linaje humano ha experimentado una aceleración en la tasa metabólica a lo largo de la evolución, proporcionando energía para cerebros más grandes y una reproducción más rápida sin sacrificar el mantenimiento del organismo y la longevidad. Pontzer lo describió como el extra inesperado de energía humana: gastamos más energía por unidad de masa que nuestros parientes más cercanos. Y eso se acompaña de un metabolismo particularmente acelerado.
Si seguimos el rastro del gasto energético, el camino nos lleva directos al corazón, el órgano que ha encarnado la esencia de la vida a lo largo y ancho de nuestra historia. Siempre ha sido protagonista, desde la representación prehistórica en la Cueva del Pindal en Asturias hasta el énfasis actual en una buena salud cardiaca, pasando por su pesaje en el viaje al más allá en el antiguo Egipto, o su transformación en jaguar tras la muerte para los Waorani amazónicos.
El corazón provee a todo el cuerpo de la energía necesaria para toda la actividad fisiológica. Podemos cuantificar este suministro con el gasto cardiaco, que es el producto de la cantidad de sangre que bombeamos en un latido por el número de latidos por minuto.
Este flujo tiene un valor medio aproximado de cinco litros por minuto. Así mantenemos la circulación de materias primas (oxígeno y nutrientes) y de deshecho (dióxido de carbono, agua) de nuestro metabolismo, lo que nos lleva a la paradoja energética humana. Si comparados con otros grandes simios estamos metabólicamente acelerados (empleamos más energía por unidad de masa), podemos esperar que nuestro gasto cardiaco por unidad de masa también sea mayor.
Una manera de estudiarlo es midiendo el diámetro de la “tubería” por la cual sale del corazón toda la sangre de un latido. A partir de ecocardiografías en grandes simios vivos observamos que nuestra aorta es similar a la de los gorilas, que nos pueden duplicar en tamaño. De hecho, controlando por el peso tenemos una aorta mayor por unidad de masa que los gorilas. Para alimentar nuestro metabolismo acelerado tenemos un gasto cardiaco mayor por unidad de masa: una aorta de gorila en un cuerpo de humano.
¿Y bien? ¿Cómo sostenemos el sistema? ¿Cómo logramos esa energía extra que permite desarrollar un cerebro voraz o parir más que cualquier otro primate?
Una respuesta a estas preguntas la encontramos en nuestra naturaleza biocultural.
Pensemos en un ingrediente de la paradoja: nuestro gran cerebro. Termina de crecer en volumen aproximadamente a los seis años de edad, en un proceso tan costoso que frena el crecimiento corporal y emplea nada menos que el 40 % de la energía total diaria de los niños (y más del 65 % de la energía en reposo). De hecho, en la infancia tenemos un gasto cardiaco y quemamos más energía por unidad de masa que de adultos.
Pensemos ahora en otro ingrediente de la paradoja: nos reproducimos más. Las madres humanas tienen la capacidad de tener bebes a un ritmo mayor que otros grandes simios. Las humanas destetan a la cría para quedarse embarazada de nuevo cuando aquella todavía es dependiente y quema energía a una tasa muy elevada. Esto sólo es posible gracias a la provisión de cuidados y de comida nutritiva y procesada que proporciona la comunidad, una característica exclusivamente humana: no criamos solas.
Como sugiere el biólogo humano Barry Bogin, una clave es que los humanos practicamos una reproducción biocultural. En nuestra especie, el cuidado y provisión de las crías no es solo asunto de los progenitores. En esa tarea es fundamental el papel de abuelas, abuelos, hermanos y hermanas mayores, y otros familiares. Pero también el papel de otras personas del grupo cuyo vínculo se define culturalmente, más allá de la genética (las “tías” y “tíos” de la infancia, en realidad amigos cercanos de nuestros padres). Otra característica exclusivamente humana.
Siguiendo esta senda energética biocultural, se ha propuesto que, durante nuestra evolución, una de las soluciones para la búsqueda de alimento nutritivo fue el desarrollo de la caza y recolección y de la horticultura. Estas habilidades sociales, de grupo, nos permitieron mejorar nuestra tasa de retorno energético.
Mediante un proceso social complejo, intenso y costoso pero rentable, obtenemos más calorías en menos tiempo que los demás grandes simios. Así alimentamos la máquina.
La reproducción biocultural y el aumento del retorno energético no se explican sin un aumento continuado de nuestra sociabilidad a lo largo de la evolución. Un aumento que seguramente se produjo en una retroalimentación que incluyó a otros hitos como el fuego, el lenguaje y el cocinado de los alimentos.
Tan llamativa es nuestra sociabilidad que se ha sugerido que nuestra evolución es un proceso de autodomesticación, de “supervivencia del más amistoso”.
Regresando a la perspectiva fundamental de los ciclos de materia y energía, los corazones y cerebros forman parte de metabolismos individuales entretejidos en un grupo social. Al fin y al cabo, forman parte de una matriz biocultural evolutiva capaz de costear nuestra paradoja energética.
El ensayo del recientemente fallecido Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil expresa la profundidad de estos vínculos. En él, Ordine escribe: “La necesidad de imaginar, de crear, es tan fundamental como lo es respirar”. Así, según Ordine: “Esta respiración […] expresa el excedente de la vida respecto de la vida misma […], energía que circula de forma invisible y que va más allá de la vida, aún siendo inmanente a ella”.
Una evocadora reflexión para dar respuesta al inesperado extra de energía humana.
Luis Ríos Frutos, Profesor de Antropología, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 22/06/2023 01:44