Desde la más remota antigüedad, el ser humano ha sentido curiosidad por explicar los fenómenos más imprevisibles e inquietantes del universo. Si bien el estudio de la astronomía ha sido una constante en todas las civilizaciones, distintos eventos astronómicos de corte más “imprevisible”, como los cometas o los eclipses, fueron considerados como “augurio de calamidades” y “acciones de los dioses”.
Cabe recordar la caída del rey sajón Harold II en el año 1066 ante la invasión normanda de Guillermo el Conquistador y achacada al mal presagio del paso de un cometa (el posteriormente bautizado como “Halley”). O, cuando durante la batalla de Simancas (Valladolid) en 939 entre las tropas de León Ramiro II y el califa Ad al-Rahman, un eclipse total de Sol causó el pánico entre las tropas de ambos bandos, retrasando la batalla varios días.
¿Cómo hubieran reaccionado nuestros ancestros ante la existencia en el universo de objetos capaces de tragarse todo lo que cayera dentro ellos, incluida la luz? Afortunadamente, estos objetos no supondrían ningún problema fundamental para las antiguas civilizaciones pues están tan alejados de nosotros que solo con la moderna instrumentación actual han podido ser detectados y hasta fotografiados.
En 2019, la colaboración de ocho radiotelescopios localizados en distintas partes del mundo fue capaz tomar la primera foto de un agujero negro gigantesco (6 500 millones de veces más masivo que nuestro Sol). Se encuentra a unos 55 millones de años luz de nosotros (cabe recordar que un año-luz corresponde a una distancia de unos 9,5 billones de kilómetros) en el centro de la galaxia Messier 87 (M87).
La cursiva de la palabra foto no es casual: ¿cómo puede obtenerse la fotografía de un objeto que atrapa la luz y, por lo tanto, no permitiría ser visto? La respuesta es sencilla: no observamos el objeto en sí, sino los restos de una estrella que está literalmente siendo tragada por el agujero negro.
Esta materia estelar gira a velocidades enormes alrededor del agujero negro y su brillo puede detectarse al alcanzar temperaturas del orden del millón de grados centígrados. Este disco de materia que rodea al agujero negro se denomina “disco de acreción” y el “borde” del agujero negro (una vez atravesado el cuál nada puede escapar) corresponde al “horizonte de sucesos”.
En la imagen superior podemos observar el disco de acreción y el horizonte de sucesos del agujero negro situado en M87. También comparar su gigantesco tamaño en relación a nuestro sistema solar.
Una parte considerable de los agujeros negros del universo se forman por el colapso gravitacional de una estrella cuando, en su fase final, agotan todo su combustible: son los denominados “agujeros negros estelares”. No todas las estrellas van a generar agujeros negros al final de su vida: el límite es como mínimo de tres masas solares.
Existe otro tipo particular de agujeros negros, los llamados “primitivos o primordiales”. Tal como su propio nombre indica, estos se formaron en los primeros instantes del Big Bang y, en teoría, pueden poseer cualquier masa. Su tamaño puede oscilar desde el de una partícula subatómica hasta varios cientos de kilómetros. Son precisamente los de menor tamaño los que emiten más cantidad de radiación.
Pero, ¿cómo es posible este fenómeno si son objetos que “no emiten radiación” y atrapan todo, incluso la luz?
La respuesta la proporcionó el físico Stephen Hawking a mediados de la década de los 70 del siglo pasado. Postuló que los efectos cuánticos cerca del horizonte de sucesos de un agujero negro producirían la emisión de partículas que podrían escapar del mismo. Es decir, los agujeros negros que no ganen masa por otros medios perderán progresivamente su masa hasta finalmente evaporarse y desaparecer.
Este proceso de emisión de Hawking es más evidente en agujeros negros de masa reducida: el tiempo de evaporación de un agujero negro supermasivo de un millón de masas solares es de 36 por 10 elevado a 91 segundos (mucho mayor que la edad del universo). Por otro lado, un agujero negro con una masa equivalente a una embarcación de 1000 toneladas se evaporaría en unos 46 segundos.
Al final de su vida, estos agujeros negros estallarían en forma de rayos gamma, una radiación más intensa aún que los rayos X.
¿Seríamos capaces de detectar agujeros del tamaño de un átomo de hidrógeno, antes de evaporarse completamente?
En una publicación reciente, se sugiere un escenario astrofísico en el cual uno de estos agujeros negros de tamaño atómico es capturado por un agujero negro supermasivo.
Al acercarse el primero al horizonte de sucesos del segundo, la fracción de radiación de Hawking que podemos detectar desde la Tierra se va reduciendo progresivamente, hasta alcanzar el tamaño de un rayo de luz.
La siguiente animación muestra el proceso anterior con más detalle.
Este haz es compatible con los estallidos de rayos gamma térmicos (GRB) descubiertos en observatorios astronómicos.
Es decir, estos estallidos de rayos gamma térmicos podrían ser la prueba experimental de la existencia de tales agujeros negros de tamaño diminuto y que, según diversos estudios, serían portadores de una parte de la materia oscura de un universo del que todavía nos queda mucho por descubrir.
Oscar del Barco Novillo, Profesor asociado en el área de Óptica, Universidad de Murcia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 23/08/2021 13:30