«Fecha estelar 100669.9. Aquí la avanzadilla de exploración procedente del planeta TOI-836b, informando desde el tercer planeta del sistema de la estrella Sol. Acabamos de presenciar el nacimiento de un ser humano, un miembro de la que, al menos en apariencia, es la especie más inteligente del mundo observado. Pedimos confirmación de registro del acontecimiento desde nuestro planeta de origen, a través de la distancia de 89.7 años luz que media entre ambos sistemas. Garantizamos que en todo momento se ha respetado la Primera Directiva».
Aunque sabemos que ninguna avanzadilla extraterrestre ha visitado la Tierra, nada nos impide fantasear con que en algún momento haya ocurrido. Al fin y al cabo, la Primera Directiva de las flotas estelares obliga a mantener la discreción a toda costa, a no revelar su presencia ni interferir en el curso de la historia de los mundos visitados. Supongamos que están aquí pero han logrado que no nos demos cuenta.
La tripulación interestelar procedente de TOI-836b afirma haber presenciado in situ el nacimiento de un ser humano en una fecha estelar correspondiente a enero de 2023. Pero ¿qué es lo que han visto desde aquel lejano planeta si han estado observando en ese mismísimo instante, desde tan lejos, la Tierra con un telescopio?
Los seres humanos no disponemos de la tecnología necesaria para observar ningún mundo del cosmos, ni siquiera la Luna, con detalle suficiente como para distinguir seres humanos individuales. Pero suponemos que en TOI-836b la tecnología es muy avanzada, así que admitamos que cuentan con algún telescopio prodigioso capaz de semejante proeza desde el punto de vista óptico.
Si en la patria planetaria del grupo expedicionario han estado mirando hacia aquí con atención, es posible que en la fecha estelar 100669.9 hayan presenciado también un nacimiento… pero no el mismo del que informa la avanzadilla de exploración, sino el de la abuela de este bebé. Efectivamente, desde TOI-836b ven la Tierra del pasado, la de hace 89.7 años. Ven un feliz día de mayo del año 1933, fecha en que nació la abuela del bebé sobre el que hoy informa la expedición interestelar.
Percibimos el cosmos a través de «mensajeros» que se desplazan con una velocidad finita, siempre igual o inferior a la de la luz en el vacío. Uno de esos mensajeros, el sonido, una fuente de información cotidiana para el ser humano, se propaga tan despacio que en ocasiones nos sorprende con efectos debidos a esa lentitud, como el eco, o como el retardo que media entre el rayo y el trueno.
En astronomía contamos con tres mensajeros principales. El primero y más tradicional es la radiación electromagnética, que incluye la luz, y que viaja con la velocidad máxima permitida por la física, de casi 300 000 kilómetros por segundo. En segundo lugar encontramos la radiación gravitatoria, que es igual de rápida. Y, por último, tenemos los neutrinos, que se mueven un poco más lentos debido a que cuentan con una cierta masa en reposo pequeña, pero no nula. Podríamos añadir un cuarto mensajero, los rayos cósmicos, aunque de importancia menor que los tres principales.
Ningún mensajero puede trasportar información más deprisa que la propia velocidad con la que viaja. En el caso de la luz esto implica un retardo de la misma naturaleza que el comentado más arriba para el sonido de un trueno. Pero, al ser la radiación electromagnética muchísimo más veloz que el sonido, se necesitan distancias mucho mayores para que empiece a percibirse algún efecto de retraso.
A una distancia de más de 300 000 kilómetros de la Tierra, la luz de la Luna tarda más de un segundo en salvar el intervalo entre nuestro mundo y su satélite natural. Los astronautas estadounidenses que visitaron la Luna recibían las señales de radio procedentes de Houston con ese retraso que, aunque pueda parecer pequeño, suponía un cierto inconveniente en las comunicaciones. Los pilotos soviéticos que manejaban a distancia los vehículos robóticos Lunojod también tuvieron que enfrentarse a este problema al conducir aquellos todoterreno mediante control remoto.
Alguien en el Sol vería lo que sucede en la Tierra con ocho minutos de retraso. Y la red de robots terrícolas que pueblan Marte «ven» lo que sucede en nuestro planeta muchos minutos después, hasta veinte en casos extremos: tal es el intervalo que hay que esperar entre el envío de una instrucción desde el centro de mando y su recepción el la superficie marciana. La situación es simétrica en el otro sentido: cuando estallan los aplausos en la sala de control porque un robot ha aterrizado en Marte con éxito, en realidad ese hecho sucedió en un pasado que puede alargarse bastantes minutos.
La sonda Voyager 1 obtuvo el 14 de febrero de 1990, a las 4:48 horas (UTC) la famosa imagen conocida como «un punto azul pálido». Pero a más de 6000 millones de kilómetros de la Tierra, lo que captó aquella sonda no era la realidad del momento de la toma, sino otra correspondiente a más de cinco horas y media antes, cuando aún era el día 13. Eso en el caso de la Tierra porque, en rigor, cada uno de los planetas captados en aquella foto histórica fue registrado en un momento distinto del tiempo, correspondiente a la distancia que entonces mediaba entre cada mundo y la sonda espacial.
Desde un planeta como TOI-836b, que dista 89.66 años-luz de la Tierra, en enero de 2023 solo podrían haber visto el nacimiento de la abuela del bebé, y eso contando con que dispusieran de la tecnología necesaria.
La astronomía nos enseña que vivimos en el cosmos dentro de una jaula de luz. Captamos el universo con un retraso inevitable, vinculado a la velocidad finita de los mensajeros siderales. A simple vista contemplamos las estrellas del cielo como eran hace décadas, en ocasiones siglos o milenios. Desde la galaxia grande más cercana a la nuestra, la de Andrómeda, pueden ver ahora una Tierra en la que lo que nace no es un bebé humano, sino todo un género biológico, el género Homo, cuyos primeros representantes aprendían a caminar por estos lares hace unos dos millones doscientos mil años. El abismo de las distancias cósmicas nos asoma, a la vez, al abismo del tiempo hacia el pasado, a medida que consideramos galaxias más y más lejanas.
A veces se recibe este hecho con cierta desazón, con la perplejidad y la tristeza que causa saber que jamás conoceremos el estado presente, «real», de las regiones más lejanas del cosmos. Pero debemos tomar nuestra jaula de luz como una bendición, más que como una condena. Justo porque mirar lejos es ver el pasado, tenemos acceso a estudiar regiones del universo tal y como eran en épocas abismalmente antiguas. Llegamos incluso a captar el resplandor residual dejado por la Gran Explosión, solo unos cientos de miles de años después del origen de todo.
Si la luz se propagara con una velocidad infinita, entonces serían viables las comunicaciones instantáneas que inundan las películas y series de ciencia ficción. El intercambio de mensajes al estilo Star Trek entre la flota estelar y su planeta de origen podría discurrir como se describió al principio de este artículo, y desde TOI-836b habrían presenciado en tiempo real el nacimiento del bebé.
También resultaría posible que, en Star Wars, Obi-Wan Kenobi percibiera «una gran perturbación en la fuerza» en el mismísimo instante de la destrucción del planeta Alderaán, a pesar de encontrarse a muchos años-luz de distancia (en realidad debería haber tardado años, si no siglos, en enterarse). Pero, aparte de las implicaciones que esto pudiera tener para la física del cosmos, una luz infinitamente rápida nos impediría ver el pasado del universo y contrastar mediante observaciones las teorías sobre su origen y evolución. La incapacidad de conocer nuestros orígenes ¿no supondría una ceguera mucho peor que la que padecemos ahora, en esta jaula de luz que convierte el paisaje en una foto del pasado?
David Galadí Enríquez, Astrónomo residente en el Observatorio de Calar Alto, Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 07/02/2023 20:35
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