Abundante e imperceptible, como una tormenta muda, a todas horas caen sobre nosotros millones de partículas elementales. No hay paraguas que frene el torrente de neutrinos solares que atraviesa cada centímetro cuadrado de nuestro planeta y nuestro cuerpo, como imágenes espectrales de sí mismos. Desde arriba, de día, y desde abajo, de noche. La energía que la mayoría de ellos transporta apenas alcanza la milésima parte de la masa de un protón.
Otras partículas, en cambio, son bastante más energéticas y vienen de mucho más lejos. Llegan desde otras galaxias tras viajar por el cosmos durante millones de años.
Cuando iniciaron su andadura hacia la Tierra, aquí no había seres humanos. Mientras viajaban se sucedieron las diversas especies que acabaron por prohijar al Homo sapiens. Pero no fue hasta 1912 cuando un ejemplar de esta especie se subió a un globo aerostático durante un eclipse total y comprobó que las partículas más energéticas que se detectaban venían de arriba, sí, pero no del Sol.
Con el tiempo entendimos que algunas de estas partículas tienen energías descomunales, diez billones de veces la de los neutrinos solares. Un millón de veces más que los protones del acelerador de partículas más grande del mundo, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC). Han de tener carga eléctrica, de otro modo sería inexplicable que existiera un mecanismo que pudiera imprimirles semejante ímpetu. Y muy probablemente se trate de aquellas que son estables y pueden resistir intactas un viaje tan largo: protones o núcleos de hierro. Estos violentos proyectiles no llegan a impactarnos. La atmósfera nos protege.
Cuando una de estas partículas penetra en la atmósfera se lleva por delante todo lo que encuentra a su paso. Arranca electrones de los átomos que forman el aire y generan un efecto dominó que se propaga desde la alta atmósfera hacia la superficie terrestre, ensanchándose en el camino, como una ducha.
Cuanto más energética sea la partícula, mayor es la superficie terrestre salpicada. Las más energéticas y, por lo tanto, enigmáticas, pueden salpicar superficies de varios kilómetros cuadrados.
Podemos ver las partículas generadas en la atmósfera usando cámaras de niebla, un dispositivo que se puede armar en casa con poco más que alcohol y hielo seco. Pero la única manera de saber que éstas provienen de una solitaria partícula extremadamente energética es desplegar detectores en grandes superficies.
Eso sí: en cada kilómetro cuadrado de la superficie terrestre impacta una de estas partículas… ¡por siglo!
Necesitamos desplegar detectores a lo largo de cien kilómetros cuadrados si queremos observar una al año, y treinta y seis veces más superficie si la impaciencia nos lleva a querer observar una cada diez días.
Y eso es lo que se propuso James Cronin, premio Nobel de física en 1980: liderar la quijotesca empresa de detectar y caracterizar las partículas más energéticas, llamadas, por razones históricas, rayos cósmicos.
Para detectar rayos cósmicos había que desplegar más de mil seiscientos tanques llenos de doce toneladas de agua pura a lo largo de tres mil kilómetros cuadrados.
Cada detector debía llevar una electrónica sofisticada que le permitiera no sólo ver alguna partícula de la cascada sino registrar el instante preciso en el que fue observada. Además, tendría que comunicarlo a una central de cómputo que pueda discernir cuántos detectores fueron salpicados por la ducha y en qué orden cronológico. Todo esto, claro está, sin cables: con celdas solares y antenas.
La lista de dificultades técnicas que atentan contra el funcionamiento de semejante red de detectores es larguísima. Pero con ingenio y determinación, con mucho trabajo y talento, se consiguió desplegar ese gigantesco laboratorio soñado por James Cronin en Malargüe (Argentina), un territorio ideal por ser bastante plano, yacer bajo una atmósfera prístina y estar poco habitado. Esto último fue esencial para poder desplegar los tanques en un área tan vasta, formando una ordenada red en la que cada par está separado por un kilómetro y medio de terreno rústico y difícilmente transitable. Así nació el Observatorio Pierre Auger.
La energía de la partícula que da lugar a la ducha, ese guijarro escondido en la lluvia pertinaz de neutrinos, puede reconocerse de dos maneras muy diferentes: reconstruyéndola, a partir de la que deposita en cada uno de los tanques rociados, o a través de la observación directa de la fluorescencia producida en la atmósfera por el paso de las partículas, al interactuar con el nitrógeno del aire.
Para observarlas, el Observatorio Pierre Auger cuenta con cuatro detectores que se erigen como centinelas desde promontorios altos en el perímetro del campo. Un sistema de espejos enfocan y recogen toda la luz disponible. Cuando las condiciones atmosféricas lo permiten, estos vigías son capaces de ver el aire encenderse como una tenue bombilla incandescente a decenas de kilómetros.
Nuestro planeta es un enorme imán, con sus polos, y los campos magnéticos son omnipresentes en la vecindad galáctica. Una partícula cargada desvía su rumbo en presencia de estos campos, más cuanto menor es su velocidad.
Cuando intentamos utilizar la secuencia en la que los diferentes tanques detectan partículas que se zambullen en su interior, para determinar la dirección de procedencia del guijarro original, estamos condenados por la azarosa sinuosidad de la trayectoria a la que lo condenan los campos magnéticos. A menos que la energía de la partícula incidente sea tan inmensa que el efecto de estos resulte desdeñable.
Tras dos décadas escudriñando los cielos, el Observatorio Pierre Auger ha podido determinar categóricamente que estos rayos cósmicos de mayor energía provienen de otras galaxias. Mensajeros del cosmos, recorren distancias siderales antes de encontrarse con la densidad de nuestra atmósfera y liberar toda su energía rociando la superficie terrestre como un fluorescente aspersor.
La curiosidad de nuestra especie es ilimitada. Apenas entendimos que la luz es mucho más que aquello que podemos ver nos arrojamos a la aventura de fabricar ojos artificiales que fueran sensibles al infrarrojo y al ultravioleta, a las ondas de radio, las microondas, los rayos X y los rayos gamma. Y aún sumergidos en un vasto océano de ondas electromagnéticas, no nos fue ajeno el orvallo que cae sobre nosotros sin mojarnos.
Partículas subatómicas, mensajeras del cosmos a las que la providencia pone en el camino un planeta rocoso que interrumpe abruptamente su viaje. Les queda el consuelo de saber que la travesía no fue en vano. Lo habitamos seres indiscretos que hemos recibido el recado, aunque llegue sutilmente encriptado en una lluvia imperceptible.
José Edelstein, Profesor de Física Teórica, IGFAE, Universidade de Santiago de Compostela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 03/04/2024 14:09
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