El 4 de octubre de 1957 la extinta Unión Soviética lanzó el Sputnik-1, el primer satélite que orbitó alrededor de nuestro planeta. Los primeros sobrevuelos de los planetas Venus y Marte se realizaron en 1962 y 1964 (por las sondas Mariner 2 y Mariner 4), mientras que los primeros aterrizajes sobre estos planetas se produjeron en 1966 y 1971 (las naves Venera 3 y Mars 2, aunque ambas se estrellaron contra la superficie).
En el caso de la Luna, prácticamente carente de atmósfera, el primer aterrizaje de un objeto se produjo en 1959 (el ingenio Luna 2), mientras que un humano holló su superficie en 1969. Otros misiones posteriores han llegado a todos los planetas del Sistema Solar e incluso el módulo Huygens, transportado por la sonda Cassini, se posó en Titán, un satélite de Saturno con mares de hidrocarburos, en 2005.
Por otra parte, los cometas 9P/Tempel 1 y 67P/Churyumov-Gerasimenko han experimentado bien un impacto (por la sonda Deep Impact) o un aterrizaje (Rosetta/Philae). Estas misiones, y otras posteriores, han implicado ciertos riesgos por contaminación biológica. No son los únicos peligros que aparecen en la epopeya de la exploración espacial.
De todos los planetas del Sistema Solar, a pesar de ser considerablemente menor a la Tierra, el que posiblemente es más parecido desde el punto de vista astrobiológico es Marte. Por ello ha recibido una atención especial por parte de diversas agencias espaciales.
Entre los aterrizajes con éxito sobre su superficie se encuentran los de las sondas Mars 3 y 6 (1971 y 1973), Viking 1 y 2 (1976), Polar Lander y Deep Space 2 (1999), Phenix (2008), Schiaparelli (2016, un fallo) e Insight (2018), junto con los vehículos Sojouner (1997), Opportunity y Spirit (2004), y Curiosity (2018). En los próximos cuatro años al menos otras cinco misiones serán lanzadas y, de tener éxito, depositarán sobre la superficie de Marte artefactos humanos.
Aunque desde hace décadas existen protocolos para la esterilización de las naves espaciales, la posibilidad de contaminar biológicamente el planeta, lo que podría implicar la posibilidad de eliminar cualquier evidencia de actividad biológica autóctona, no se puede ignorar, como mostró el episodio de contaminación con la cámara de la sonda Surveyor 3, traída por la tripulación del Apollo 12 tras más de dos años sobre la superficie lunar.
Afortunadamente, modernas técnicas han conseguido minimizar esa posibilidad. La organización gubernamental norteamericana National Academies of Sciences, Ingineering and Medicine está llevando a cabo un análisis de múltiples aspectos de la exploración planetaria, incluyendo la perspectiva astrobiológica. La Agencia Espacial Europea (ESA) tiene protocolos análogos.
Dos cometas y un asteoride han sido visitados por naves espaciales: 81P/Wild en 2004 por Stardust, 67P/Churyumov–Gerasimenko en 2014 por Rosetta y 25143 Itokawa en 2005 por Hayabusa. En el primer y último caso ambas naves enviaron muestras a la Tierra que llegaron en 2006 y 2010. La sonda Philae, a bordo de Rosetta, y Hayabusa aterrizaron en sus objetivos, mientras la Stardust tomó muestras del entorno del cometa. Hayabusa 2, que está investigando el asteroide 162173 Ryugu, tiene previsto devolver a la Tierra una muestra tomada de su superficie a finales de 2020.
Como revelaron los resultados de Stardust, los cometas contienen material orgánico, como glicina, un aminoácido esencial para la vida en la Tierra. En los tres casos se implementaron protocolos muy estrictos para evitar contaminación tanto de material terrestre como la posibilidad de traer algún improbable patógeno extraterrestre.
El regreso de muestras de otros cuerpos celestes es especialmente problemático porque el reingreso en la atmósfera terrestre, aterrizaje y recuperación pueden implicar una pérdida de control (desde un reentrada no controlada hasta un pérdida de la estanqueidad del contenedor que aloje la muestra), y por tanto entrañan un riesgo significativo.
Un importante factor a tener en cuenta es el experimento realizado a bordo de la sonda Fotón M3 por parte de las agencias espaciales rusa y europea en 2007. En esa ocasión, se expuso una muestra de tardígrados a las condiciones extremas del entorno espacial. Estos pequeños animales invertebrados, de unos 500 micras de tamaño de medio, sobrevivieron durante diez días a la exposición al vacío y a la intensa radiación ultravioleta del Sol.
Obviamente, los tardígrados son animales que han evolucionado a través de una larga cadena en la Tierra, en ecosistemas mucho más complejos que las situaciones presentes en asteroides y cometas, pero el experimento pone claramente de manifiesto que diferentes seres vivos poseen recursos para resistir incluso las condiciones más adversas. Ese también es el caso de los extremófilos, capaces de vivir y medrar en ambientes verdaderamente hostiles para la inmensa mayoría de seres vivos.
De diferente cariz son peligros generados por nuestra necesidades tecnológicas. Actualmente los satélites artificiales que orbitan alrededor de la Tierra se han convertido en parte indispensable de nuestra vida, proporcionándonos servicios clave en las comunicaciones (radio, televisión, internet), la logística (navegación por GPS, control de flotas de vehículos o reparto de productos) o la monitorización del planeta (gestión de recursos naturales, vigilancia, predicción meteorológica), además de ser parte integral de la investigación científica.
Según el registro de Naciones Unidas, hasta marzo de 2020 se han enviado al espacio casi 10 000 ingenios, muchos de los cuales siguen orbitando alrededor de nuestro planeta. La gran mayoría se encuentran inactivos y siguen ahí. En el futuro próximo, la empresa SpaceX prevé enviar más de 12 000 mini satélites en los próximos años, mientras que la flotilla de su rival OneWeb estará en el rango de los 650-2 500.
Por si fuera poco, el mismo proceso de lanzamiento genera residuos y el entorno planetario esta plagado de la denominada “basura espacial”, en muchos casos en órbitas sin control. De hecho, existen varias decenas de miles objetos de tamaño superior a 10 cm orbitando alrededor de la Tierra y 2 000 que intersectan órbitas geoestacionarias, las más valiosas porque son las que albergan a los grandes satélites de telecomunicación.
Más aún, hay casi un millón de fragmentos de más de 1 cm. Por si fuera poco, se tiene constancia de unos 5 000 objetos de más de 1 metro de tamaño. La película Gravity, dirigida por Alfonso Cuarón en 2013, ilustra las consecuencias de impactos en cadena en la red de satélites y sus nefastas consecuencias para la civilización tal y como la concebimos actualmente.
De hecho, a lo largo de la historia de la exploración espacial ha habido una serie de incidentes muy significativos. En 1977 el satélite Cosmos-954 reentró accidentalmente con 50 kg de uranio enriquecido, afectando a 500 km² en el norte de Canadá. Se aplicó en esta ocasión la UN Space Liability Convention.
La estación espacial Skylab, de unas 170 toneladas, cayó sobre una región desértica de Australia en 1979. En 1996 el satélite Cerise fue golpeado por basura espacial de manera accidental. Por increíble que parezca, probablemente violando la ley internacional, en el año 2007 se produjo la destrucción intencionada del satélite Fengyun 1C por parte de China, generando aproximadamente 2 400 restos de tamaño mayor de 10 cm. La cuenta sigue ascendiendo y en 2009 un satélite de la serie Cosmos (el número 2251) colisionó de manera accidental con el Iridium-33, generando más de 2 000 fragmentos; y a comienzos de 2020 los satélites fuera de uso IRAS y Poppy VII-B se aproximaron a unos 47 m el uno del otro, sin llegar a colisionar en esta ocasión.
Las actividades militares, prohibidas en el espacio, que incluyen el desarrollo de misiones espía a otros satélites o para llegar a inutilizarlos, y que en ocasiones han provocado la posibilidad de impactos, no hacen sino exacerbar la situación de riesgo.
En resumen, nos enfrentamos esencialmente a tres tipos de peligros en la exploración del espacio más próximo, dentro del Sistema Solar: la posibilidad de contaminar con material terrestre otros cuerpos con Marte o los satélites con océanos bajo su superficie, como Europa o Encelado, que orbitan alrededor de Júpiter y Saturno, respectivamente; la llegada accidental e incontrolada de posible material orgánico desde estos cuerpos o de cometas o asteroides a la Tierra; o accidentes en órbita o impactos incontrolados entre la plétora de satélites que orbitan alrededor de la Tierra.
En los dos primeros casos se trata de peligros más hipotéticos que reales, aunque en cualquier caso toda precaución es poca. En el último, los riesgos son reales y los costes económicos y sociales pudieran ser extraordinariamente altos. Solo una gestión global puede ayudar minimizarlos. Nuevamente el multilateralismos y Naciones Unidas son los ámbitos adecuados para lidiar con estos problemas.
La versión original de este artículo ha sido publicada en la revista TELOS, de Fundación Telefónica.
David Barrado Navascués, Profesor de Investigación Astrofísica, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:14
Ciencia, naturaleza, aventura. Acompáñanos en el mundo curioso.