Los intentos por ejercer un certero control de la fertilidad han acompañado al ser humano desde que se tornó en un ser social. En algunas de las primeras fuentes escritas de las que se tiene constancia, como el papiro de Ebers (1550 a. e. c.), ya aparecen referencias a diferentes métodos anticonceptivos. Los autores clásicos, como Aristóteles, Plinio el Viejo y Dioscórides, también se remiten en sus obras al control de la fertilidad.
Sin embargo, la enorme variedad y cantidad de métodos propuestos ha sido fruto en muchas ocasiones de la más absurda superchería. Alguna ha sobrevivido incluso hasta nuestros días. Además, la disponibilidad de métodos anticonceptivos ha sido fuente de numerosas polémicas sociales, ya que algunos sectores consideraban el control de la natalidad como algo inmoral y obsceno.
La demostración científica de que la ovulación tiene lugar 14 días antes de la siguiente menstruación fue efectuada, de forma casi simultánea e independiente, por el austriaco Hermann Knaus, en 1929, y el japonés Kyusaku Ogino, en 1930. Que la concepción fuera más probable hacia la mitad del ciclo menstrual ya había sido apuntado en 1843 por el médico francés Adam Raciborski, quien observó que las mujeres que contraían matrimonio justo después de su menstruación podían quedar embarazadas en ese mismo ciclo; mientras que cuando la ceremonia tenía lugar algún tiempo después de la menstruación, los embarazos ocurrían durante el ciclo siguiente.
Pero la cuestión estribaba en conocer los mecanismos fisiológicos por los que tenían lugar estos eventos.
El anatomista holandés Regnier de Graaf describió por primera vez los folículos ováricos a mediados del siglo XVII. No sería hasta 1896 cuando se implicó a las hormonas presentes en dichos ovarios en el funcionalismo general de aparato reproductor gracias a las investigaciones del ginecólogo vienés Emil Knauer.
Knauer ideó un curioso procedimiento consistente en extraer los ovarios a ratas maduras e implantarlos en la cavidad abdominal de ratas jóvenes previamente castradas. Estas comenzaron a desarrollar las características morfológicas de las ratas maduras con gran rapidez. Knauer explicó que estos cambios se debían a algún tipo de “fermento generativo” desconocido secretado por los ovarios.
Con el tiempo se fue concluyendo que los ovarios generaban una gran variedad de sustancias bioquímicas desconocidas que, tras liberarse al torrente sanguíneo, ejercían la función de mensajeros. Estos transmitían órdenes a una serie de órganos diana, donde luego se producían diversos efectos. Hacia 1905, estos mensajeros fueron denominados “hormonas” (del griego, “incitado a la actividad”).
En 1928, los norteamericanos George Corner y William Allen identificaron una hormona que favorecía la implantación del óvulo y el posterior embarazo, a la cual le dieron el nombre de “progesterona” (“gestare”, dar a luz). El año siguiente, el también norteamericano Edward Doisy identificó, en el fluido folicular obtenido de cerdos, la hormona que inicialmente había estudiado Knauer, a la que denominó estrógeno (“oistros”, deseos locos; “gennein”, engendrar).
Tras el descubrimiento de las hormonas que regulaban el ciclo menstrual, denominadas hormonas sexuales, tendrían lugar dos grandes descubrimientos en el ámbito farmacológico que marcarían el posterior desarrollo de la anticoncepción hormonal.
En 1937 los investigadores alemanes Walter Hohlweg y Hans H. Inhoffen, de la compañía Schering AG, sintetizaron el primer derivado estrogénico que podía ser administrado por vía oral, el etinilestradiol.
En 1944 el químico Russell Marker produjo progesterona a partir de un compuesto aislado de la raíz de la especie mexicana Dioscorea macrostachya, también conocida como “cabeza de negro”. Rápidamente diversos derivados de la progesterona se fueron sintetizando, como la etisterona, la noretindrona y el noretinodrel.
Sin embargo, las impulsoras reales del desarrollo de la píldora anticonceptiva fueron dos mujeres nortamericanas militantes de diversos movimientos feministas para la defensa de los derechos civiles: Margaret H. Sanger, una enfermera pionera del movimiento estadounidense para el control de la fertilidad, y la filántropa Katherine D. McCormick.
Ambas, conscientes de los problemas sociales y poblacionales generados por la falta de planificación e información en este campo, soñaron con el desarrollo de un anticonceptivo oral que fuera tan accesible “como una aspirina”. Asesorada por Sanger, McCormick se puso en contacto con el prestigioso endocrinólogo Gregory G. Pincus, una de las máximas autoridades de la época en biología reproductiva.
Tras extensas conversaciones, McCormick le encargó el desarrollo de un anticonceptivo de tipo “farmacéutico”. Así pues, en 1951 comenzaron las investigaciones que conducirían a la creación de la primera píldora anticonceptiva. Pincus, quien había utilizado la progesterona en sus experimentos con conejos, comenzó a trabajar con John Rock, un ginecólogo con experiencia en mujeres con trastornos de fertilidad. Ambos condujeron un estudio con noretinodrel en 50 mujeres voluntarias, ninguna de las cuales presentó ovulación.
El nuevo fármaco inhibía la ovulación.
Los primeros estudios clínicos con este fármaco fueron realizados en 1956 por Celso Ramón García y Edris Rice-Wray, en Puerto Rico, y confirmaron que la dosis de 10 mg/día de noretinodrel ejercía efectos anticonceptivos. Estos autores decidieron asociarle un estrógeno (mestranol), con lo que nacieron los anticonceptivos orales combinados. Sin embargo, su tolerabilidad no era buena, lo que obligó a efectuar nuevos ensayos, con mejores resultados, en México y Haití.
Pasarían varios años antes de que el preparado fuese comercializado como anticonceptivo, pues la idea de que una mujer sana tomara diariamente un medicamento de esta naturaleza hormonal para evitar la concepción parecía aberrante. Finalmente, la FDA nortemericana aprobó oficialmente este medicamento de la compañía farmacéutica G.D. Searle & Co., a base de 10 mg de noretinodrel y 0,15 mg de mestranol, en mayo de 1960, con el nombre comercial de Enovid.
En Europa, la primera píldora anticonceptiva, Anovlar (4 mg de noretisterona y 0,05 mg de etinilestradiol), fue aprobada en 1961 y comercializada por Schering AG, inicialmente en Alemania.
Desde el mismo día en que se comercializó por primera vez la píldora anticonceptiva, el 18 de agosto de 1960 en Estados Unidos, comenzó una revolución silenciosa que paulatinamente fue modificando algunos de los pilares que sustentaban el entramado social y cultural. Por primera vez, la mujer disponía de herramientas para planificar su futuro y era libre para decidir los hijos que quería tener y en qué momento. En suma, tenía el control de su propio cuerpo, lo que suponía una liberación sexual de gran calado social, que posibilitaría su incorporación masiva al mercado laboral y unas mejoras indudables de su calidad de vida.
Hasta mediados de la década de 1970 no se generalizó el uso de estos preparados en Europa; una década más tarde en España, por su situación política. Sin embargo, su introducción clínica no estuvo exenta de problemas, generalmente de tipo ético, como la oposición abierta de organizaciones religiosas y las campañas de descrédito por parte de ciertos sectores de la sociedad, que destacaron los perniciosos efectos que tenían sobre la salud de la mujer, básicamente un aumento del riesgo cardiovascular y de cáncer de mama, y su influencia en el descenso de la natalidad.
El futuro de la anticoncepción hormonal continúa, incluso en la actualidad, abierto al debate, con la comercialización de nuevos preparados que “eliminan” definitivamente la menstruación o la reducen a tres periodos al año, o la anticoncepción hormonal masculina. Pero, a pesar de las enormes controversias que ha generado, de lo que no cabe duda es de que la píldora anticonceptiva ha sido uno de los elementos más destacados de la revolución sociocultural del siglo XX.
Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela y Jose Antonio Guerra Guirao, Profesor de Farmacología y Toxicología. Facultad de Farmacia. Universidad Complutense de Madrid., Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 03/11/2021 12:40
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