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¿Cuánto falta para dar con la fuente de la eterna juventud?

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Manuel Ros Pérez, Universidad Rey Juan Carlos

Los años no pasan en balde, ni siquiera para nuestras células. Nadie está a salvo del envejecimiento, es decir, del declive funcional que sufren los organismos multicelulares con el paso del tiempo. Un deterioro inexorable resultado de la acumulación de diversos daños a nivel molecular y celular en los distintos tejidos.

En los últimos años hemos acumulado suficiente conocimiento acerca de estos daños para identificar intervenciones dietéticas, farmacológicas e incluso genéticas destinadas a ralentizar o revertir el proceso de envejecimiento. La ansiada “fuente de la eterna juventud”. O en este caso fuentes, en plural.

Comer poco para vivir más

Las miradas apuntan a varios procesos con un papel clave en el envejecimiento. Uno de los más estudiados está relacionado con los sistemas que detectan el estado nutricional. Desde que en 1935 Mcay y cols. publicaron el efecto positivo de la restricción calórica sobre la vida media en ratones, varios trabajos con levaduras, moscas, gusanos y peces han respaldado su teoría. Para quien no lo sepa, la restricción calórica consiste en una disminución de la ingesta diaria entre el 15 y el 30 %. Restringir el consumo de calorías sin alcanzar la malnutrición no solo prolonga la vida, sino que mejora el estado de salud general.

Lo opuesto sucede con la sobrenutrición y la obesidad, ambos considerados factores de riesgo y comorbilidad. La repetición constante de las señales neuroendocrinas que detectan el suministro energético, entre ellas la insulina que se segrega tras la ingesta, favorece a la larga el envejecimiento. Por el contrario, cuantas menos señales relacionadas con la ingesta emite nuestro organismo, mayor es la esperanza de vida. Por eso funcionan tan bien la restricción calórica y los tratamientos farmacológicos que estimulan las vías que emulan el ayuno, como el resveratrol o la rapamicina.

Otro de los procesos clave en el proceso de envejecimiento es el acortamiento de los telómeros, es decir, de los extremos de los cromosomas. Para protegerlos, el organismo cuenta con una enzima llamada telomerasa que evita que los telómeros se acorten cada vez que las células se dividen.

Sin embargo, se ha comprobado que con el envejecimiento la actividad de esta enzima suele disminuir. Y que, en consecuencia, los cromosomas se acortan favoreciendo el deterioro celular progresivo. La buena noticia es que ya se han encontrado activadores de la telomerasa que podrían evitar este proceso.

El salto a humanos

Ratones, moscas y levaduras rejuvenecen cuando se restringe el consumo de calorías o se frena el acortamiento de los telómeros. ¿Pero qué pasa con los humanos? Como las vías implicadas en la detección de nutrientes y de sus componentes están bien conservadas en la evolución, cabe pensar que las intervenciones dietéticas y farmacológicas que las modulan también servirían en humanos.

Sin embargo, la extrapolación de los resultados obtenidos en modelos experimentales con vidas medias cortas -gusanos, peces, etc.- al hombre no es tan obvia. Y aunque los resultados obtenidos en primates claramente apuntan a una mejoría en términos de salud, el aumento de la longevidad es mucho más modesto que el obtenido en otras especies.

En humanos los ensayos tanto farmacológicos como dietéticos destinados a alargar la vida son escasos, pero claramente apuntan a una mejora en parámetros de salud. Un reciente estudio estadounidense apunta a que basta recortar en un 15% el consumo de calorías durante dos años para que frenar el envejecimiento y reducir el riesgo de padecer alzhéimer, párkinson, cáncer y diabetes.

En definitiva, ignoramos aún si echando mano de la restricción calórica viviríamos más. Pero no cabe duda de que aumentaríamos la salud y el bienestar en el último tramo de la vida.

El laboratorio natural de Okinawa

Pero hay más. Existen datos históricos que han demostrado una longevidad mayor asociada a dietas restrictivas. Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en los habitantes de la isla de Okinawa en Japón, que de media viven muchos más años que el resto de los nipones, ya de por sí de los más longevos entre los humanos. Según datos recientes, por cada 100.000 habitantes en Okinawa hay 68 centenarios. El triple que en otras partes del mundo.

En este “laboratorio natural” que ofrece Okinawa no solo surte efecto la restricción calórica (comen poco), sino también la composición de la dieta. Una dieta caracterizada por tener alto contenido en vegetales y una discreta ingesta proteica basada en pescado y soja, rica en antioxidantes de origen vegetal y ácidos grasos esenciales.

La dieta mediterránea es otro de los ejemplos históricamente asociados al aumento de la longevidad. De manera similar a lo que ocurre con los residentes en Okinawa, los seguidores de la dieta mediterránea tampoco abusan de las proteínas. Y aunque incluyen más carbohidratos en sus platos, también consumen abundantes antioxidantes y ácidos grasos esenciales.

Todo esto sin olvidar que hay componentes genéticas que, con toda probabilidad, también contribuyen a la mayor o menor longevidad.

La píldora mágica

Aunque las intervenciones dietéticas son sostenibles fisiológicamente, puestos a pedir preferimos evitar el sacrificio y encontrar una píldora que surta el mismo efecto. De ahí que a día de hoy haya diversos estudios destinado a crear fármacos que emulen las situaciones de restricción o promuevan la actividad telomerasa.

Igual que Ponce de León buscaba la fuente de la eterna juventud en Florida, seguimos a la caza de sustancias que ralenticen o incluso reviertan el proceso del envejecimiento, pero con una base científica. Aunque los límites de la lucha por el envejecimiento son muy difíciles de aventurar, usando términos futbolísticos podemos decir que aquí “hay partido”.

Manuel Ros Pérez, Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, Universidad Rey Juan Carlos

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:11

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