En el marco de los denominados Juicios de Núremberg a los criminales de guerra nazis tuvo lugar el denominado Juicio de los Médicos, que comenzó el 9 de diciembre de 1946. Un Tribunal Militar Internacional, integrado por jueces de los cuatro países aliados, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética, juzgó a tres oficiales y 20 médicos, bajo la acusación, entre otros cargos, de “crímenes contra la humanidad”, incluyendo la ejecución de experimentos médicos en prisioneros de guerra y civiles de países ocupados y de la propia población civil alemana.
Se oyeron a 85 testigos y se analizaron 1 471 documentos y 11 538 páginas de transcripciones. El Tribunal condenó a muerte, el 20 de agosto de 1947, a siete de los acusados, nueve fueron sentenciados a penas de prisión y los otros siete fueron absueltos.
Este proceso sacó a la luz un perverso sistema de destrucción de la conciencia social alemana, que, en su vertiente sanitaria, supuso la institucionalización de conductas criminales en materia de salud pública, higiene racial e investigación humana. En este torbellino se vio involucrada una considerable cantidad de profesionales de la medicina (piénsese que casi la mitad de los médicos alemanes estaban afiliados al partido nazi en un determinado momento del III Reich), además de otros agentes relacionados con la asistencia sanitaria, enfermería, industria farmacéutica, etc.
Pero hay que tener presente que, en la Alemania prenazi, esto no era así, y existía un gran interés por parte del colectivo sanitario en materia de ética en investigación biomédica. De hecho, en 1931, el Ministerio del Interior del Reich dictó unas Directrices para Nuevas Terapias y Experimentación en Humanos, donde se recogían los principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía del paciente y doctrina legal del consentimiento informado, prohibiéndose la experimentación con moribundos y con necesitados económicos o sociales.
Sin embargo, desde el momento en que Adolf Hitler alcanzó la Cancillería de Alemania en 1933, el menoscabo en materia de ética médica fue avanzando progresivamente, con la complicidad y participación activa del colectivo sanitario: implementación de las leyes de segregación racial y protección de la raza aria, programas de esterilización forzada, en el marco de las leyes para la prevención de las enfermedades hereditarias de la descendencia, programas de eutanasia (Gnadentod, “muerte caritativa”) de discapacitados mentales y físicos, experimentos médicos en discapacitados y en prisioneros sanos internados en campos de concentración, participación en los procesos de selección de los campos e incluso en el asesinato activo de prisioneros inocentes.
Desde planteamientos éticos, cabe preguntarse por las circunstancias que condujeron a esta barbarie juzgada en Núremberg, aunque la respuesta no es nada fácil.
En primer lugar, muchos médicos aceptaron que las leyes eugenésicas del ejecutivo nazi estaban concebidas para el beneficio de la nación (Volksgesundheit) y no para el del paciente, si se quería dejar un legado de salud a las generaciones venideras.
Pero, además, existieron otras muchas motivaciones para participar directamente en estos tremendos abusos: algunos sanitarios lo justificaban todo por su “entrega a la ciencia”, incluso los inhumanos experimentos cometidos en los campos de concentración, mientras otros se definían como patriotas inmersos en una guerra.
Los más ambiciosos realizaron estas actividades para medrar en sus carreras profesionales y académicas, y también los había que estaban enfermizamente imbuidos por la perversa filosofía nazi.
Por último, hay que reconocer también el hecho de que desvincularse completamente de la turbia maquinaria nazi no era fácil para el colectivo sanitario, en un ambiente ahogado por el miedo y la presión social.
Pero como suele suceder en algunos momentos de la historia, las tragedias pueden servir de abono a salutíferas cosechas. Así, de los Juicios de Núremberg, y en respuesta a las atrocidades cometidas, surgió el primer código internacional de ética para la investigación con seres humanos, el Código de Núremberg, publicado el 19 de agosto de 1947 bajo el precepto hipocrático primun non nocere, es decir “lo primero, no hacer daño”.
Este Código estableció las normas para llevar a cabo experimentos con seres humanos, incidiendo especialmente en la obtención del consentimiento voluntario de la persona, que, desde entonces, se ha considerado como la piedra angular de la protección de los derechos de los pacientes.
Los responsables de la elaboración del Código, que comprende una declaración de diez principios éticos, fueron dos médicos norteamericanos que participaron como asesores del Tribunal en el juicio a los médicos nazis: el psiquiatra Leo T. Alexander y el fisiólogo Andrew C. Ivy. Precisamente, el Dr. Alexander, analizando las prácticamente nulas aportaciones reales para el avance de la ciencia médica de todos los programas de investigación basados en el crimen de Estado, afirmó que “el resultado fue un significativo avance para la ciencia del asesinato o ktenología”.
Aunque este Código no ha sido adoptado formalmente como norma legal por ninguna nación o por ninguna asociación médica, su influencia sobre los derechos humanos y la bioética ha sido profunda, ya que su exigencia básica, el consentimiento voluntario de la persona, ha sido mundialmente aceptada y es articulada en numerosas leyes internacionales sobre Derechos Humanos.
Así, tras la publicación del Código de Núremberg, aparecieron los primeros códigos específicos en materia de ética:
Declaración de Ginebra (1948).
Declaración de Helsinki (1964), en la que se incide en que “el bienestar de la persona que participa en la investigación debe tener siempre primacía sobre todos los otros intereses”.
Informe Belmont (1978), donde se recogen los tres principios éticos básicos que deben orientar toda investigación con seres humanos, como son el principio de respeto a las personas y a su autonomía, el principio de beneficencia y el principio de justicia.
Pautas Éticas Internacionales para la Investigación Biomédica en Seres Humanos (CIOMS, 2002) de la OMS.
Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO (2005), en la que se resalta el respeto a la autonomía de las personas capaces de tomar decisiones, la protección de las que no son capaces de hacerlo y de las poblaciones vulnerables.
Mediante la promoción de medidas, reglas y recomendaciones de este tipo, posiblemente muchas desviaciones éticas en la práctica de la investigación biomédica podrían ser evitadas. Sin embargo, estos “enunciados” deberían adquirir un rango legal de mayor relevancia si deseamos que nunca se vuelvan a juzgar casos tan deleznables de la historia de la Humanidad como los que se juzgaron en Núremberg.
Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:16
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