El 17 de enero de 1803, un joven llamado George Forster fue condenado a la horca por asesinato en la prisión de Newgate en Londres. Después de la ejecución, como sucedía a menudo, su cuerpo fue llevado ceremoniosamente por toda la ciudad hasta el Royal College of Surgeons (Real Colegio de Cirujanos), donde se iba a diseccionar públicamente. Sin embargo, lo que realmente sucedió fue bastante más impactante que una simple disección. Forster iba a ser electrizado.
Los experimentos fueron llevados a cabo por el filósofo italiano Giovanni Aldini, sobrino de Luigi Galvani, quien descubrió la “electricidad animal” en 1780, y dio nombre a la teoría del galvanismo. Con Forster tendido en una mesa frente a ellos, Aldini y sus ayudantes comenzaron a experimentar. El periódico The Times lo contó así:
Primero aplicaron el procedimiento en la cara: la mandíbula del criminal fallecido comenzó a temblar, los músculos del rostro se retorcieron terriblemente y se abrió un ojo. Posteriormente, la mano derecha se levantó y se apretó, y las piernas y los muslos se pusieron en movimiento.
Algunos testigos creyeron que “el miserable estaba a punto de ser devuelto a la vida”.
Para cuando Aldini experimentó con Forster, la idea de que existía una relación particularmente íntima entre la electricidad y los procesos vitales tenía al menos un siglo de antigüedad. Isaac Newton especuló sobre esto a principios del siglo XVIII. En 1730, el tintorero y astrónomo inglés Stephen Gray demostró el principio de la conductividad eléctrica. Gray dejó a un niño huérfano colgando de unos cordones de seda y colocó un tubo cargado positivamente cerca de sus pies, creando una carga negativa en ellos. Debido a su aislamiento eléctrico, esto a su vez creó una carga positiva en las otras extremidades del niño, haciendo que un plato de hoja de oro que habían dejado a mano fuera atraído hacia sus dedos.
En Francia, en 1746, Jean Antoine Nollet entretuvo a la corte en Versalles haciendo que una compañía de 180 miembros de la guardia real saltara simultáneamente cuando la carga de una botella de Leyden (un dispositivo de almacenamiento eléctrico) atravesó sus cuerpos.
Aldini llevó a cabo sus experimentos en Forster para defender las teorías de su tío contra los ataques de oponentes como Alessandro Volta. Aunque Volta afirmaba que la electricidad “animal” era producida por el contacto de los metales en lugar de ser una propiedad del tejido vivo, otros filósofos naturales habían recibido las ideas de Galvani con entusiasmo. Alexander von Humboldt experimentó con baterías hechas completamente de tejido animal. Johannes Ritter incluso realizó experimentos eléctricos en sí mismo para explorar cómo la electricidad tenía efecto en las sensaciones.
La idea de que la electricidad estuviese realmente relacionada con la vida y que pudiese usarse para traer de vuelta a los muertos era ciertamente familiar en los círculos en los que se movía la joven Mary Wollstonecraft Shelley, la autora de Frankenstein. El poeta inglés, y amigo de la familia, Samuel Taylor Coleridge estaba fascinado por las conexiones entre la electricidad y la vida. Escribiéndole a su amigo, el químico Humphry Davy, después de escuchar que estaba dando conferencias en la Royal Institution de Londres, le contó cómo sus “músculos motrices hormigueaban y se contraían con la noticia, como si los hubieras puesto al descubierto y estuvieras impregnando de zinc las fibras mas burlonas”.
El mismo Percy Bysshe Shelley, que se convertiría en el marido de Wollstonecraft en 1816, fue otro entusiasta de la experimentación galvánica.
Los experimentos de Aldini con los muertos generaron una considerable atención. Algunos comentaristas se burlaron de la idea de que la electricidad pudiese devolver la vida, y declararon que Aldini podría “hacer que los muertos cortaran alcaparras”. Otros se tomaron el tema muy en serio. El profesor Charles Wilkinson, quien asistió a Aldini en sus experimentos, argumentó que el galvanismo era “un principio estimulante, que forma la línea distintiva entre materia y espíritu, constituyendo, en la gran cadena de la creación, el vínculo intermedio entre la sustancia corporal y la esencia de la vitalidad”.
En 1814, el cirujano inglés John Abernethy hizo la misma demanda en la conferencia anual de Hunterian en el Royal College of Surgeons. Su charla provocó un violento debate con su compañero cirujano William Lawrence. Abernethy afirmó que la electricidad era (o era como) la fuerza vital, mientras que Lawrence negaba que hubiera necesidad de invocar una fuerza vital para explicar los procesos de la vida. Tanto Mary como Percy Shelley conocían este debate: Lawrence era su médico.
Cuando Frankenstein se publicó en 1818, sus lectores ya estaban familiarizados con la idea de que la vida pudiese crearse o restaurarse con electricidad. Apenas unos meses después de la aparición del libro, el químico escocés Andrew Ure llevó a cabo sus propios experimentos eléctricos en el cuerpo de Matthew Clydesdale, que había sido ejecutado por asesinato. Cuando el hombre fue electrizado, Ure escribió: “todos los músculos de su rostro proyectaron simultáneamente una terrorífica mueca; la rabia, el horror, la desesperación, la angustia y las sonrisas más espantosas se unieron en una horrible expresión en el rostro del asesino”.
Ure informó que los experimentos fueron tan horripilantes que “varios de los espectadores se vieron obligados a abandonar el apartamento y un caballero se desmayó”. Es tentador especular sobre cuánto tuvo Ure en mente la reciente novela de Mary Shelley mientras realizaba sus experimentos. Su propio relato de ellos fue escrito con intención de resaltar los elementos más escabrosos.
Frankenstein puede parecer una fantasía para la mirada moderna, pero para su autora y lectores originales no tenía nada de fantástico. Así como todo el mundo sabe hoy en día qué es la inteligencia artificial (IA), los lectores de Shelley conocían las posibilidades de la vida eléctrica. Y así como la inteligencia artificial invoca una serie de respuestas y debates ahora, también lo hizo entonces la perspectiva de la vida eléctrica, y la novela de Shelley.
La ciencia que hay detrás de Frankenstein nos recuerda que las discusiones actuales tienen una larga historia, y que los términos de nuestros debates ahora están en muchos sentidos determinados por ella. Fue durante el siglo XIX cuando la gente comenzó a pensar en el futuro como un lugar diferente, hecho de ciencia y tecnología. Novelas como esta, en las que los autores construyeron su futuro a partir de los ingredientes de su presente, fueron un elemento importante en esa nueva forma de pensar sobre el mañana.
Pensar en la ciencia que hizo que Frankenstein pareciera tan real en 1818 podría ayudarnos a considerar más detenidamente las maneras en que pensamos ahora sobre las posibilidades y los peligros de nuestros futuros presentes.
Iwan Morus, Professor of History, Aberystwyth University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 19/01/2020 15:25