En 1924, el cráneo de un niño de 3 años encontrado en Sudáfrica cambió para siempre la forma en que la gente pensaba sobre los orígenes del ser humano.
El llamado niño de Taung, nuestro primer encuentro con un antiguo grupo de protohumanos u homininos llamados australopitecinos, fue un punto de inflexión en el estudio de la evolución humana. Este descubrimiento cambió el enfoque del estudio de los orígenes humanos desde Europa y Asia hacia África, y preparó el escenario para el último siglo de investigación en el continente y en sus “cunas de la humanidad”.
Pocos habrían predicho entonces lo que los científicos saben hoy sobre nuestra evolución. El ritmo de descubrimientos es más rápido que nunca. Incluso en lo que llevamos de siglo XXI los libros de texto sobre los orígenes humanos se han reescrito varias veces.
Hace solo 20 años nadie hubiera imaginado lo que los científicos saben dos décadas después sobre el pasado remoto de la humanidad. Mucho menos cuánto conocimiento puede ofrecer un dedal de tierra, un rastro de placa dental e incluso los satélites en órbita.
En África hay varios fósiles candidatos a ser el primer hominino, hace entre 5 y 7 millones de años. Fue entonces cuando los humanos se separaron de otros grandes simios, algo que sabemos gracias a las diferencias en nuestro ADN.
Aunque se descubrió en los años 90, la publicación del esqueleto de 4,4 millones de años apodado “Ardi” en 2009 cambió la opinión de los científicos sobre cómo los homínidos comenzaron a caminar.
Completan nuestros nuevos parientes algunos australopitecos, como Australopithecus deryiremeda y Australopithecus sediba, así como una especie de Homo muy primitivo que sobrevivió hasta tarde en nuestra historia evolutiva y que reavivó el debate sobre cuándo los humanos comenzaron a enterrar a sus muertos.
Las perspectivas sobre nuestra propia especie también han cambiado. Los arqueólogos pensaban que el Homo sapiens evolucionó en África hace unos 200 000 años, pero la historia se ha vuelto más complicada. Los fósiles descubiertos en Marruecos han retrasado esa fecha hasta hace 300 000 años, lo que concuerda con las evidencias mostradas por el ADN antiguo. Esto plantea dudas sobre si nuestra especie surgió en un solo lugar dentro de África.
Este siglo también ha desvelado descubrimientos inesperados en Europa y Asia. Desde enigmáticos “hobbits” en la isla indonesia de Flores hasta los denisovanos en Siberia, nuestros antepasados pudieron encontrar variedad de otros homininos cuando se extendieron fuera de África. En 2018, los investigadores informaron sobre una nueva especie en Filipinas.
Los antropólogos se están dando cuenta de que nuestros ancestros Homo sapiens tuvieron mucho más contacto con otras especies humanas de lo que se pensaba. Hoy, la evolución humana se parece menos al árbol de Darwin y más a una corriente lodosa y trenzada.
Muchos descubrimientos recientes han sido posibles gracias a la nueva ciencia del ADN antiguo.
Desde que los científicos secuenciaron el primer genoma antiguo humano en 2010, los datos de miles de individuos han arrojado nuevos conocimientos sobre los orígenes y la prehistoria de nuestra especie.
Un descubrimiento sorprendente es que, aunque nuestros linajes se separaron hace unos 800 000 años, los humanos modernos y los neandertales se aparearon con cierta frecuencia durante la última Edad de Hielo. Por eso mucha gente hoy en día posee algo de ADN neandertal.
A través del ADN antiguo los investigadores identificaron por primera vez a los misteriosos denisovanos, que se cruzaron con nosotros y los neandertales. Aunque la mayoría de los estudios se lleva a cabo con huesos y dientes, ahora es posible extraer material genético de fuentes como sedimentos de cuevas e incluso un chicle de 6 000 años de antigüedad.
Los métodos genéticos también reconstruyen las relaciones individuales y familiares. Estas conectan a los individuos prehistóricos con los pueblos vivos para poner fin a debates que llevan activos varias décadas.
Las aplicaciones van mucho más allá de los humanos. La paleogenómica está produciendo sorprendentes descubrimientos sobre plantas y animales a partir de semillas y esqueletos antiguos escondidos en los almacenes de los museos.
El ADN no es la única molécula que revoluciona los estudios del pasado.
La paleoproteómica, el estudio de proteínas antiguas, puede determinar la especie de un fósil. Hace poco vinculó a un simio extinto de 3 metros de altura y 650 kilos que vivió hace casi 2 millones de años con los orangutanes de hoy.
El cálculo dental, la placa endurecida que el dentista extrae de los dientes, alberga mucha información, ya que revela todo, desde quién bebía leche hace 6 000 años hasta la sorprendente diversidad de plantas, algunas probablemente medicinales, en las dietas neandertales.
Este cálculo puede ayudar a los científicos a comprender enfermedades antiguas y cómo el microbioma intestinal humano ha cambiado con el tiempo. Los investigadores incluso encuentran pistas culturales: el lapislázuli azul brillante atrapado en el cálculo de una monja medieval llevó a los historiadores a reconsiderar quién creo manuscritos ilustrados.
Los residuos de lípidos atrapados en cerámica han revelado los orígenes del consumo de leche en el Sahara y han demostrado que ciertos contenedores de formas extrañas encontradas en toda la Edad del Bronce y del Hierro en Europa eran biberones antiguos.
Los investigadores utilizan códigos de barras a base de colágeno de diferentes especies animales para responder preguntas que van desde cuándo las ratas asiáticas llegaron como náufragos en barcos con destino a África hasta qué animales se usaron para producir pergaminos medievales e incluso para detectar microbios que dejó el beso de un monje en una página.
Si bien las biomoléculas ayudan a los investigadores a ampliar los detalles microscópicos, otros enfoques les permiten alejarse. Los arqueólogos han utilizado la fotografía aérea desde los años treinta, pero ahora las imágenes de satélite facilitan el descubrimiento de nuevos yacimientos y el control de los existentes que están en riesgo. Los drones que vuelan sobre los yacimientos ayudan a investigar cómo y por qué se hicieron y también a combatir el saqueo.
Originalmente desarrollado para aplicaciones espaciales, los científicos ahora usan el LIDAR, una técnica de detección remota que usa láser para medir la distancia, para mapear superficies 3D y visualizar paisajes en la Tierra. Como resultado, las ciudades antiguas están emergiendo de entre la densa vegetación en lugares como México, Camboya y Sudáfrica.
Las tecnologías que pueden asomarse bajo tierra desde la superficie, como el radar de penetración terrestre, también están revolucionando el campo, por ejemplo, revelando estructuras previamente desconocidas en Stonehenge. Cada vez más, los arqueólogos pueden hacer su trabajo sin siquiera excavar una trinchera.
Los equipos de arqueólogos combinan grandes conjuntos de datos en nuevas formas de comprender los procesos a gran escala. En 2019, más de 250 investigadores reunieron sus hallazgos para mostrar que los humanos han alterado el planeta durante miles de años, por ejemplo, con un sistema de irrigación de 2 000 años de antigüedad en China. Esto se hace eco de otros estudios que desafían la idea de que el Antropoceno, el período actual definido por las influencias humanas en el planeta, solo comenzó en el siglo XX.
Estos avances generan nuevas asociaciones entre investigadores de diferentes campos. Se descubrieron más de 140 nuevas líneas de Nazca, imágenes antiguas talladas en un desierto peruano, utilizando inteligencia artificial para examinar imágenes de drones y satélites. Con la gran cantidad de imágenes de satélite de alta resolución, los equipos también recurren al crowdsourcing para encontrar nuevos yacimientos arqueológicos.
Aunque las nuevas asociaciones entre arqueólogos y especialistas científicos no siempre están libres de tensiones, existe un creciente consenso de que estudiar el pasado significa entrelazar todas las disciplinas.
El movimiento Open Science tiene como objetivo hacer que este trabajo sea accesible para todos. Los científicos, incluidos los arqueólogos, comparten datos con mayor libertad, dentro y fuera de la academia. Los programas públicos de arqueología, las excavaciones comunitarias y las colecciones digitales de museos se están volviendo más frecuentes. Incluso uno puede imprimir su propia copia de fósiles famosos a partir de escaneos 3D gratuitos y un libro de colorear arqueológico en más de 30 idiomas.
Los esfuerzos para hacer que la arqueología y los museos sean más equitativos y comprometer a los colegas de investigación indígenas están ganando impulso a medida que los arqueólogos consideran a quién pertenece el pasado que se revela.
Contar la historia humana requiere una comunidad de voces para hacer las cosas bien.
Los nuevos métodos permiten una visión profunda de la historia compartida de la humanidad, pero es un desafío garantizar que estas ideas sean relevantes y beneficiosas en el presente y el futuro.
En un año marcado por huelgas climáticas dirigidas por jóvenes y una mayor conciencia de un planeta en crisis, puede parecer contraproducente mirar hacia atrás en el tiempo.
Sin embargo, al hacerlo, los arqueólogos brindan apoyo empírico para la comprensión del cambio climático y revelan cómo los pueblos antiguos se enfrentaron a entornos desafiantes.
Por ejemplo, los estudios muestran que, si bien la producción industrial de carne tiene costes ambientales serios en la actualidad, la trashumancia, una práctica tradicional de trasladar el ganado estacionalmente ahora reconocida por la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial, no solo es menos gravosa con la tierra hoy, sino que también ayudó a promover la biodiversidad y paisajes más saludables en el pasado.
Los arqueólogos de hoy contribuyen con sus métodos, datos y perspectivas a una visión de un planeta menos dañado y más justo. Si bien es difícil predecir exactamente lo que deparará el próximo siglo en términos de descubrimientos arqueológicos, un nuevo enfoque basado en “pasados utilizables” apunta hacia una dirección positiva.
Elizabeth Sawchuk, Postdoctoral Fellow and Research Assistant Professor of Anthropology, Stony Brook University (The State University of New York) y Mary Prendergast, Professor of Anthropology, Saint Louis University – Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:20
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