La medicina ha realizado progresos espectaculares. Avances como la anestesia, las vacunas, los antibióticos, los trasplantes o los tratamientos contra el cáncer han supuesto que esta ciencia sea una de las que mayor impacto ha tenido sobre la vida del ser humano.
Se ha conseguido la práctica erradicación de enfermedades tan terribles como la polio. Están en pleno desarrollo las terapias con células madre, pronto serán comunes los órganos impresos en 3D y la nanomedicina logrará, por ejemplo, atacar a los tumores de forma precisa sin dañar a los tejidos sanos que los rodean.
También, aunque en menor medida, cuenta con victorias considerables contra los virus. Incluso enfermedades tan difíciles de tratar como el sida, en la que el virus VIH muta rápidamente y es capaz de adaptarse a cualquier medicación, son controlables mediante combinaciones de fármacos. Si continua esta tendencia, en algún momento se habrá encontrado un tratamiento para todo, superando la enfermedad en sí misma.
Sin embargo, el coronavirus actual nos planta de bruces ante la realidad de nuestro cuerpo, frágil y limitado, y el abismo que se abre entre vislumbrar soluciones y aplicarlas.
Los expertos advirtieron de los peligros de una pandemia como la que estamos sufriendo, que no es la primera, y no estuvimos preparados. La emergencia está llevando a un trabajo intenso de investigación y desarrollo, a marchas forzadas. Si nuestros esfuerzos tienen éxito y aprendemos las lecciones de una mala gestión inicial, estaremos muchos mejor preparados para encarar la próxima pandemia. Lo aprendido, ¿será suficiente algún día? ¿Será algún virus el último virus?
Consideremos por un momento una realidad que ha acompañado a la vida desde sus inicios: el parasitismo. Viven a nuestra costa multitud de seres minúsculos. La mayoría son bacterias simbióticas sin las cuales no podríamos digerir los alimentos (la flora intestinal llega a pesar dos kilos y supone diez veces más células que las de nuestro propio cuerpo).
También nos encontramos con ácaros como el Demodex, que viven ocultos en los folículos de nuestra piel. Con suerte, no se notan, pero pueden producir irritación o acné si su población se descontrola. Otras bacterias, más peligrosas, nos comen desde dentro, produciendo desde una infección de garganta más o menos trivial a una mortal meningitis.
Después están los virus, que sin estar propiamente vivos, hackean nuestras estructuras y las ponen a trabajar a su servicio, dedicándolas a producir copias de sí mismos hasta que las agotan.
La propia evolución es la que favorece la aparición de estos seres: no hace falta más que evolución ciega para dar lugar, a lo largo de miles de millones de años, a entidades perfectamente adaptadas para invadir a otras. Del mismo modo, los organismos huésped evolucionan para hacer esta invasión cada vez más dificil. Como en una carrera en la que nadie ganase, los huéspedes avanzan, pero los parásitos les siguen de cerca. Según este fenómeno, conocido como efecto de la Reina Roja, hace falta correr para quedarse en el mismo sitio. Dejar de evolucionar equivaldría a ser alcanzado por los parásitos, a ser presa de la enfermedad.
Los seres humanos hemos trascendido a la evolución. No necesitamos cambiar nuestro ADN para hacernos más resistentes a los parásitos: la ciencia y la tecnología nos ayudan a desembarazarnos de ellos, son nuestras ayudas para avanzar más rápido en esta carrera. Cuanto mejor sea nuestra ciencia más atrás podremos dejar la enfermedad, aunque no podamos dejar de movernos.
¿Podría el futuro traernos nuevas amenazas, quizá peores? Por supuesto. Los virus y otros patógenos, que parecen perfectamente adaptados a infectarnos son, como decíamos, el resultado de un proceso de evolución ciega, en el que no existe ninguna estrategia consciente, y que no conoce a priori nuestras debilidades, sino que va operando en base a descubrimientos accidentales, acumulados a lo largo de largos períodos de tiempo.
Si se combina la evolución ciega con las estrategias conscientes, aparecen posibilidades mucho más poderosas. La tecnología hace posibles tanto soluciones como ataques nuevos. La misma ciencia que intenta luchar contra la enfermedad puede emplearse para asesinar al mayor número de personas posible.
Además, extender el cuerpo a través de la tecnología amplía las posibles puertas de entrada a la enfermedad. Este año se ha presentado Neuralink, el dispositivo de Tesla que es capaz de conectar cientos de miles de electrodos al cerebro humano para extraer o introducir información en neuronas individuales. ¿A qué tipo de invasiones podría exponernos este tipo de instrumentos? ¿Se debería redefinir el concepto de enfermedad? En un contexto en el que incrementemos nuestras capacidades empleando la tecnología, probablemente tendría más sentido hablar de todo aquello que comprometa esas capacidades como enfermedad. Si nuestros cerebros acaban conectados a internet, ¿sería un problema de conexión una enfermedad? ¿Seremos capaces de avanzar evitando crear enfermedades nuevas?
Este no será el último virus. Habrá que seguir corriendo.
Sara Lumbreras, Profesora e investigadora en el Instituto de Investigación Tecnológica, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:11
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