La sociedad de la nieve es esa película de 2023 en la que el director de cine Juan Antonio Bayona vuelve a contar, de forma magistral, un episodio de canibalismo reciente. La historia real de un grupo de uruguayos que, tras sufrir un accidente aéreo en Los Andes, se vieron obligados a alimentarse de los cadáveres de sus compañeros. Pero en el trasfondo helado de la película hay una duda inquietante que nos enfrenta a nosotros mismos: cuándo, en qué momento, comeríamos carne humana.
Los homínidos lo hemos hecho a lo largo de nuestra historia evolutiva y, posiblemente, lo hicimos por necesidad.
Hace alrededor de 1,45 millones de años, en Kenia, unos antiguos parientes nuestros se comieron a uno de los suyos, según las marcas de corte presentes en una tibia, lo que constituye la evidencia decisiva más antigua de que nuestros ancestros se masacraban y comían unos a otros. Pero la primicia sobre el canibalismo podría tenerla otro homínido más antiguo que vivió en Sudáfrica, durante el periodo Plio-Pleistoceno (entre 2,5 y 1,5 millones de años atrás), cuyo maxilar derecho presenta marcas de corte infligidas por una herramienta de piedra.
Siguiendo esta inercia, parece que fueron caníbales todos los homínidos, desde el Homo antecessor de Atapuerca“ y los neandertales hasta las diferentes sociedades de Homo sapiens. Por ejemplo, se han encontrado pruebas de que los aborígenes con los que contactó Colón en América eran caníbales. En otros espacios geográficos, entre ellos ciertas islas del Pacífico, el canibalismo se ha practicado hasta tiempos recientes.
La capacidad de nuestra especie –y otros parientes previos– para adaptarse a cualquier tipo de hábitat influyó decisivamente en su alimentación. En las regiones árticas y circumpolares, especialmente durante los periodos glaciares, la proporción de alimento de origen animal ingerida fue superior a la de las regiones más cálidas, y la fuente de energía principal habría sido la grasa animal. Por el contrario, en las regiones más meridionales, los alimentos vegetales, ricos en carbohidratos, serían más frecuentes.
Eso sí, la dependencia de la grasa siempre existió, entre otros motivos por la necesidad de consumir ácidos grasos omega-3 y omega-6, esenciales para los homínidos, imprescindibles para el buen funcionamiento del cerebro. De hecho, un déficit de omega-3 conlleva la aparición de diversas enfermedades carenciales.
Los mamíferos de estómago simple (homínidos, caballos, osos, elefantes y mamuts) presentan una grasa subcutánea rica en omega-3. Por el contrario, los animales con un sistema digestivo complejo o rumiantes (cabras, renos, ciervos y bisontes) siempre muestran una grasa corporal mucho más pobre en estos ácidos grasos.
De ahí se deduce que el estatus nutricional de nuestros antepasados estuvo supeditado, en gran medida, a la elección de sus presas. Sabemos que los homínidos de la Edad de Piedra, en periodos más o menos frecuentes, dependían estrechamente de unas pocas especies de animales para la subsistencia y tenían poco margen para elegir.
¿Qué ocurría cuando escaseaban las presas ricas en omega-3? La respuesta es clara: otras fuentes vegetales de omega-3, como semillas de lino, nueces y recursos similares, podrían haber suplido la grasa animal. Sin embargo, en Eurasia, durante los largos inviernos glaciares, los recursos vegetales también escaseaban. Eso habría provocado que las enfermedades crónicas de déficit de omega-3 se manifestaran con mayor frecuencia, por lo que a largo plazo el éxito evolutivo del grupo de homínidos habría estado comprometido.
Por todo lo expuesto hasta ahora, en Eurasia, durante la Edad de Piedra, los alimentos de origen animal ocuparon un lugar preferente, especialmente durante los periodos glaciares. Ante la escasez de carbohidratos, las necesidades energéticas habrían sido cubiertas consumiendo sobre todo grasa, obtenida mayoritariamente de los animales cazados. Esta grasa debía proporcionar simultáneamente "energía limpia” y tanto omega-3 como omega-6. Sin embargo, en muchos períodos prehistóricos los homínidos dependían de animales rumiantes, como el reno, cuya grasa es pobre en omega-3.
En tales circunstancias límite, comernos entre homínidos podría habernos ayudado a complementar la cantidad de omega-3 necesaria para conservar la salud.
Sin ir más lejos, hace unos 40 000 años, neandertales y hombres modernos podrían haberse cazado y comido entre ellos. O en cualquier época, homínidos de la misma especie podrían haberse devorado unos a otros. Como los animales ya proporcionaban carne de sobra, probablemente el nutriente predilecto en la mesa de los caníbales habría sido la grasa, rica en energía, así como las vísceras. De hecho, es fácil suponer que un manjar muy preciado en esas circunstancias habría sido el cerebro de los homínidos que, dado su gran tamaño, habría suministrado elevadas proporciones de DHA, un tipo de ácido graso omega-3 esencial para la prevención de multitud de enfermedades degenerativas.
El problema es que, si al comernos unos a otros hubiéramos aprovechado preferentemente las vísceras y la grasa corporal, las marcas de corte que aparecen en los huesos cuando se extrae la carne habrían sido menos frecuentes. Por ello, es posible que se estuviera subestimando la incidencia real del canibalismo en la prehistoria.
¿Podría la situación descrita anteriormente para Eurasia en la Edad de Piedra extrapolarse a otros ambientes prehistóricos en los que hubieran existido fuentes de omega-3 más abundantes? Sí. Aunque las áreas meridionales ofrecen una mayor diversidad de fuentes de omega-3, los alimentos ricos en tales ácidos, como el pescado o las nueces, no siempre habrían estado disponibles en cantidades apropiadas. Además, el cuerpo humano como recurso alimentario nunca habría dejado de perder su atractivo, tanto por la calidad nutricional descrita como por su facilidad de obtención.
De este modo, el comportamiento caníbal habría sido siempre evolutivamente favorable para la supervivencia de los homínidos. Eso no implica que seamos una especie violenta y agresiva: más bien seríamos “condicionalmente violentos”. Es decir, estaríamos adaptados a modificar nuestro comportamiento en función de los recursos disponibles.
La próxima vez que acuda a un supermercado y observe la variedad de alimentos disponibles, incluidos los ricos en omega-3 como peces, nueces o aceite de lino, reflexione unos minutos sobre la larga historia de privaciones y escasez de recursos de nuestros antepasados.
José Luis Guil Guerrero, Catedrático de Tecnología de Alimentos, Universidad de Almería
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 08/02/2024 09:34
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