La tortura puede ser definida como el acto de causar daño físico o psicológico a una víctima, por distintos medios, sin el consentimiento de la misma y en contra de su voluntad, y sus objetivos más habituales son los siguientes: obtención de confesiones o información; cumplimiento de una venganza; servir de preludio a una ejecución; proporcionar un entretenimiento morboso y sádico al torturador. En cualquier caso, el fundamento más habitual de su práctica es el sometimiento y el quebrantamiento de la autoestima y la resistencia moral de la víctima.
El término “tortura” procede del verbo “torquere” (torcer), que presenta un doble significado, muy relacionado con la práctica médica: el acto mismo de practicar la tortura y una acepción que viene a significar “dolor extremo y agonía”. A título de ejemplo, en la primera traducción al latín de la Biblia (Vetus Latina) se habla de la “tortura ventris” para referirse al dolor abdominal.
Y precisamente, en la práctica de la tortura, los médicos han jugado un destacado papel en ciertos momentos históricos.
La tortura ya era una práctica rutinaria en la Antigua Roma para obtener confesiones. Así lo recogió el Derecho Romano y posteriormente el Derecho Canónico, que bebió de dicha fuente. Precisamente, la práctica institucional y sistemática de la tortura tiene su origen en los procedimientos judiciales de la Edad Media, como un método más para la obtención de testimonios y confesiones, adquiriendo gran importancia con el auge del Tribunal del Santo Oficio y el uso que se dio del Derecho Canónico Romano, que requería sólidas evidencias para las condenas o una confesión, a ser posible obtenida bajo tormento, pues ésta era mucho más fácil y creíble.
Hasta el siglo XVIII, la tortura formó parte del sistema judicial, desempeñando un papel clave en los procedimientos de enjuiciamiento, condena y sentencia.
La primera vinculación legal de los médicos con la tortura hay que buscarla en la Constitutio Criminalis Carolina (1532), cuerpo de leyes del Sacro Imperio Romano Germánico editado durante el reinado del Emperador Carlos V. En este texto se establece la presencia oficial de un médico en las sesiones de tortura, con el principal objetivo de dictaminar la resistencia de los reos.
En años sucesivos, se fue perfilando aún más el papel del médico en estas sesiones, en las que actuaba como un funcionario judicial más, diagnosticando las posibilidades de supervivencia y certificando la salud del penado.
En este sentido, el poder que se concedió a los médicos fue bastante notorio, en tanto que existían varias exenciones en la práctica de la tortura (sujetos ciegos, mudos, discapacitados, enfermos comunes y enfermos mentales o embarazadas), y era el médico quien dictaminaba si un reo podía ser sometido o no a tortura. Pero, en la práctica, su presencia en estas sesiones no era frecuente, pues, en muchas ocasiones, los tribunales no disponían de dinero para pagarles.
En cualquier caso, en estos momentos del desarrollo histórico, el papel del médico solía ser bastante pasivo, limitándose a una labor administrativa, es decir firmando certificados o emitiendo opiniones.
Fuentes del siglo XVI confirman algunas funciones adicionales del personal médico en el ejercicio de la tortura, que lo configuran como un partícipe más en este tipo de práctica: asesoría sobre los mejores métodos de tortura para la supervivencia del reo y sobre cuándo detener la sesión para prevenir la muerte súbita, evaluación de las pérdidas de consciencia del penado (real o simulada), tratamiento médico de las contusiones y fracturas para permitir la continuidad de la sesión. Incluso en el siglo XVIII, en varios países europeos se requería, por ley, un certificado médico para todos los casos de tortura.
Pero en un paso más allá, la tortura pasó a considerarse como “un acto de Estado para la restauración de la autoridad momentáneamente lesionada”. Así pues, se generó un estrecho nexo entre el ejercicio de la tortura y del poder, de forma que la primera puede ser considerada como un instrumento de opresión para la perpetuación del segundo.
Precisamente, este uso de la tortura adquirió su máxima expresión en el siglo XX, con la llegada al poder del partido Nazi en Alemania. El ejercicio de la tortura ya no se dirigía a la obtención de testimonios, sino que fue simplemente una herramienta de abuso físico y maltrato para asegurar el poder mediante el terror.
A partir de este momento, hubo un cambio drástico en el papel del médico en relación a la tortura, pues el profesional sanitario pasó a ejercer parte activa en este proceso y colaboró en el desarrollo de nuevos métodos y posibilidades técnico-científicas. La implicación de los profesionales sanitarios se fue haciendo indispensable.
A título de ejemplo, en la Alemania nazi, los médicos recurrieron al empleo de barbitúricos y otros agentes psicofarmacológicos en las sesiones de tortura, al modo de lo que posteriormente se conocería como “lavado de cerebro”. Lamentablemente, la documentación existente sobre estas actividades es muy exigua, pues su naturaleza secreta exigía que fuese destruida ante el avance de las tropas aliadas.
Tras el final de la II Guerra Mundial, la tortura fue de nuevo prohibida mediante diferentes declaraciones y tratados internacionales, pero nunca desapareció. Los métodos de tortura cambiaron drásticamente, predominando nuevas técnicas psicológicas, psiquiátricas y psicofarmacológicas, como los lavados cerebrales, la privación del sueño, el aislamiento, las celdas oscuras, etc.
La tortura pasó a ser un acto cada vez más científico y la función consultiva de la ciencia médica en la mejora de los métodos del torturador cada vez más activa.
En la extinta Unión Soviética se recurrió a la falsa imputación de trastornos psiquiátricos a los disidentes políticos, que eran catalogados como “psikhuskha” (prisioneros psiquiátricos) y recluidos en instituciones que podrían considerarse como “prisiones psiquiátricas”, sometiéndolos a un estrecho contacto con criminales peligrosos y enfermos mentales violentos, y administrándoles sobredosis de neurolépticos con fines estrictamente punitivos.
Algo similar sucedió con los integrantes del grupo religioso-espiritual Falun Gong en la República Popular China, recluidos masivamente y de forma forzosa en una red de hospitales psiquiátricos denominados “Ankang” (“Paz y Salud”).
Estos sujetos eran sedados por la fuerza, atados a las camas, aislados por períodos prolongados en oscuridad, sometidos a terapia electroconvulsiva y otro tipo de vejaciones, como suministrarles una alimentación inadecuada, restringirles la disponibilidad de agua y negarles el acceso a los sanitarios.
Los médicos también participaron directamente en las sesiones de tortura de las dictaduras del Cono Sur Latinoamericano durante las décadas de los 70 y los 80, en el marco de las operaciones Cóndor y Escuela de las Américas, aplicando ciertos fármacos, con el fin de sedar, confundir o agitar a los detenidos.
Cabe destacar también su papel en los vuelos de la muerte durante las dictaduras argentina o chilena, administrando sustancias paralizantes a los detenidos, aunque antes de ser lanzados al mar, los médicos, hipócritamente, excusaban su presencia, alegando conflictos éticos.
Pero incluso en las democracias consolidadas, la tortura y la participación en ella de profesionales sanitarios también ha acontecido. En Estados Unidos, la CIA desarrolló numerosos experimentos con diferentes agentes químicos (LSD, mescalina, psilocibina), como el codificado MK-Ultra, que se desarrolló entre las décadas de 1950 y 1970.
Del mismo modo, desarrollaron sofisticadas técnicas psicológicas de tortura, que fueron ampliamente difundidas, mediante la Escuela de las Américas, a sanitarios militares de países dictatoriales latinoamericanos en su cruzada anticomunista mundial.
Finalmente, los ataques terroristas a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 ocasionaron un cambio de paradigma relacionado con la tortura, sobre todo tras las denuncias de los abusos cometidos contra los prisioneros del centro de detención iraquí de Abu Ghraib, cuando las autoridades de los regímenes democráticos reconocieron y justificaron el uso de la tortura para prevenir el terrorismo.
La tortura pasó a llamarse “interrogatorio coercitivo” o “técnica mejorada de interrogatorio”, y en algunos conflictos bélicos, como las guerras de Irak y Afganistán, algunos médicos militares participaron en el diseño de estos interrogatorios.
Para luchar contra estas deleznables prácticas son precisas acciones muy concretas, como la promoción y defensa de los principios éticos entre los profesionales sanitarios y un estrecho seguimiento por parte de organizaciones ciudadanas y de derechos humanos que detecten rápidamente desviaciones en este ámbito, ya que la naturaleza humana suele, reiteradamente, persistir en cometer los mismos errores del pasado.
Esther Cuerda, Vicepresidenta del Centro de Investigaciones sobre Totalitarismos y Movimientos Autoritarios (CITMA), Universidad Rey Juan Carlos y Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:12
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