España puntúa muy bien en algunos de los parámetros que generan poder blando. Gozamos de una gastronomía, un patrimonio cultural, literatos, cineastas o deportistas de altísimo nivel. Todo ello crea una suerte de simpatía y atracción hacia España entre los ciudadanos de otros países, que redunda en beneficios económicos, ya sea vía turismo, o bien por el consumo de productos made in Spain en el extranjero.
Dicho de otro modo: el poder blando de un país es la capacidad que éste tiene para tejer alianzas e influir en la esfera internacional, mediante el interés que suscitan los atributos culturales, políticos o económicos de su sociedad en los ciudadanos de otras naciones. Atracción que se fomentará sin recurrir a la coerción, ni al uso de la fuerza militar (poder duro).
Aunque es complicado medir el poder blando que atesora un país determinado, los indicadores que habitualmente se toman en consideración son la estabilidad política, la calidad de la democracia, el respeto a los derechos humanos y al medio ambiente; el desarrollo económico y el nivel de vida de sus ciudadanos; la cultura, la educación, el avance científico, el prestigio de sus universidades y el deporte y la gastronomía.
¿Dónde creen que conseguimos mejor puntuación y cuáles son las arrugas de nuestra imagen exterior?
La imagen que de España tienen los ciudadanos de otros países ha cambiado, para bien, en el último medio siglo. Aunque persisten tópicos asociados al Spain is different, impulsado en los años sesenta para atraer turistas, lo cierto es que España ha mejorado mucho en términos económicos, educativos y científicos desde entonces.
El deseo de converger con nuestros vecinos europeos fue el motor fundamental de ese cambio. En términos generales, España es hoy un país que cumple con los estándares europeos, e incluso lidera algunas áreas de desarrollo científico, por no hablar de los éxitos deportivos, o la fama internacional de cineastas, literatos o cocineros. Pero no es oro todo lo que reluce.
Al socaire del centenario del Nobel de medicina concedido a Ramón y Cajal, se avivó el debate. ¿Cómo es posible que ningún otro español haya sido galardonado con tan prestigioso reconocimiento? En los últimos años, la comunidad científica se ha movilizado, reclamando mejoras en las condiciones de financiación, severamente lastradas por los recortes acumulados.
Hace poco más de un año, el prestigioso oncólogo Mariano Barbacid incidía en ese mensaje, denunciando la situación crítica que vive la investigación en España. Las cifras suelen ser tozudas y resisten bien los intentos de maquillado, piedra en la que tropiezan algunos políticos. “Si no te llegan fondos europeos o de otra fuente privada, con lo que te dan es prácticamente imposible trabajar”, apostillaba.
No menos preocupante es el denominado “exilio científico”, que afecta a miles de jóvenes españoles, forzados a buscar trabajo fuera. Aunque es difícil precisar las cifras, estaríamos hablando de alrededor de 10.000-15.000 investigadores.
Lo malo no es que salgan al extranjero. ¡Bien al contrario! Es positivo hacerlo, por las posibilidades de mejorar la formación. El problema surge si la salida se convierte en no-retorno; por no hablar del dinero invertido en su formación. “España, cantera de científicos que juegan en ligas extranjeras”, podría ser el titular. El Ministro de Ciencia, Innovación y Universidades en funciones, Pedro Duque, ha anunciado su compromiso para revertir la situación. Un rayo de esperanza. Veremos.
Además, existen otras estadísticas recientes que no deberían caer en saco roto ni invitan a la euforia. Por ejemplo, el número de investigadores en el sector público se ha reducido en un 12 % entre 2010 y 2015, sin que haya subido de manera significativa en el privado.
Según las gráficas expuestas, “al carro de la cultura española le sigue fallando la rueda del I+D+i”, parafraseando la expresión de Ramón y Cajal.
Otro ejemplo: existe un consenso mayoritario sobre la importancia que el programa Fulbright ha tenido para la modernización educativa y científica española, contribución que ha sido reconocida con el Premio Príncipe de Asturias. ¿Cómo es posible entonces que esté congelado a nivel nacional desde hace años en su variante más destacada, la de contratos posdoctorales en centros de reconocido prestigio de Estados Unidos? Es un detalle concreto de este programa de intercambios hispano-estadounidenses, pero el panorama general no es más alentador.
Diagnosticado el problema, ¿cómo se podría mejorar la “marca España” en materia científica? Es necesario definir prioridades en el gasto público y sobre todo vigilar que su utilización sea lo más transparente y eficiente posible. Empero, la financiación destinada a I+D+i debería estar al abrigo de los vaivenes políticos, y aumentar hasta alcanzar al menos la media europea. La brecha que hoy día nos separa de los países que más dinero dedican a la lucha contra el cáncer o a producir patentes debe reducirse.
Por último, conviene no olvidar cómo se genera credibilidad en cualquier campaña de diplomacia pública. De poco valdrán los anuncios en el exterior sobre las maravillas de la ciencia y las universidades en España si quienes cada día luchan sobre el terreno para mejorarlas tienen una percepción menos halagüeña. Por no hablar del malestar que generará entre los jóvenes doctores que tuvieron que cambiar probetas por maletas…
Pese a las dificultades económicas experimentadas, hay motivos para el optimismo. Un porcentaje significativo de los estudios para nuevos medicamentos en Europa cuenta con participación española.
Convendría recordar, además, que la propia Constitución insta a los “poderes públicos a promover la ciencia y la investigación en beneficio del interés general” .
Una mejor conexión y armonía entre el poder blando, la marca España y el programa Fulbright sería un esperanzador primer paso. Queda por ver si apostaremos por liderar la Liga de Campeones de la I+D+i, o nos conformaremos únicamente con turistas bronceados, éxitos deportivos y estrellas para nuestros fogones. Lo cortés no quita lo valiente. ¿Verdad?
Francisco Rodríguez-Jiménez, Profesor de Relaciones Internacionales y Didáctica de las Ciencias Sociales, Universidad de Extremadura
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:20
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