La filosofía es el Gran Laboratorio de las Ideas. Estas lo cincelan todo y nos hacen ser como somos, al forjar nuestro carácter. Algunas veces lo hacen con una enorme rapidez. Tal es el caso de la Revolución Francesa, que no habría tenido lugar sin la Enciclopedia de Diderot o los escritos de Rousseau.
Los grandes cambios políticos y sociales obedecen a ciertas ideas previamente alumbradas en gabinetes o paseos filosóficos.
En otras ocasiones, la relación causal entre nuestra cotidianeidad y las ideas que la van modelando no es tan obvia ni evidente, sino mucho más alambicada. Pero eso no disminuye su acendrada eficacia. Los rieles de nuestro pensar y sentir van quedando trazados mediante nociones filosóficas, aunque ni siquiera lo advirtamos.
Hay otros periodos históricos en los que andamos más descarrilados, como sería el caso del presente. En momentos así a la filosofía se le rinde un culto muy superficial. Más bien parece que la despreciemos, cual si fuese algo absolutamente inútil, al no cotizar en bolsa ni rendir beneficios económicos. Pero la filosofía es, lisa y llanamente, inevitable.
La Ilustración, en cambio, fue una época propicia para la filosofía. El Siglo de las Luces lleva ese nombre por los philosophes galos, la Escuela escocesa y un filósofo prusiano de Königsberg que abandera el estandarte ilustrado.
Kant nos habla de servirnos del propio entendimiento para someterlo todo a una crítica racional. Hay que vencer la tentación de no pensar por cuenta propia y dejar que otros asuman esa tarea. ¡Es tan cómodo tener un tutor que nos guíe! Siempre daremos con alguien muy bien dispuesto a pensar por nosotros.
El espectro temático de la filosofía no conoce fronteras, porque todo le interesa. Por eso se hace filosofía de la antropología, de la biología, de la ciencia, del derecho, de la economía, de la ética, de la historia, de la lógica, de la medicina, del periodismo, de la política, de las matemáticas, de la religión o de la sociología. En realidad no hay nada que pueda escapar a su polifacético y plural interés.
Por otra parte, como también dice Kant, no se aprende filosofía, sino a filosofar. Cualquiera puede oficiar como filósofo, aunque haya filósofos de oficio. Basta con pensar por cuenta propia, cribar las informaciones y rehuir los dogmatismos atendiendo a la fuerza de los argumentos. No se trata de vencer, sino de convencer, por utilizar la fórmula que se atribuye a Unamuno.
De igual modo, la ética tampoco es algo que custodien unos expertos en esa materia. Nos compete a todos y nadie puede aspirar a descubrir claves inéditas que no hayan tenido antecedentes. Otra cosa es que resulte útil familiarizarnos con los planteamiento éticos estandarizados para no descubrir a cada paso “nuevos” mediterráneos en el ámbito moral.
Parece obvio que, dada su naturaleza formativa y transversal, ética y filosofía deberían ser estudiadas por todos, al margen de sus respectivas especialidades. Habría que revertir cuanto antes la tendencia contraria de menospreciar ambas por no tener una demanda directa en el mercado laboral. No cabe tasar aquello que resulta vitalmente inestimable, porque no tiene precio.
Dirimir nuestros dilemas morales es una tarea de la no podemos abstenernos y que no cabe transferir en modo alguno. Ahora podría tentarnos delegar nuestras decisiones en los extremadamente complejos y sofisticados cálculos de la Inteligencia Artificial. Pero nos estaríamos haciendo trampas a nosotros mismos.
Corresponde únicamente a nuestro discernimiento juzgar lo que resulte más adecuado, por muy falibles que seamos. No podemos dimitir de nuestra responsabilidad como agentes morales y tenemos que asumir el riesgo de no acertar, sin parapetarnos detrás de nuestros ingeniosos inventos.
Rousseau y Kant nos alertaron de que los avances tecnológicos no conllevan automáticamente un progreso en el orden moral, siendo así que puede darse una relación inversamente proporcional entre ambos itinerarios. El insondable potencial de las nuevas tecnologías logra deslumbrarnos, haciéndonos perder de vista cuestiones tan elementales como nuestra forma de sentir, ser y actuar.
Cuando a la filosofía y a la ética se les regatea su indeclinable misión pedagógica, renunciamos a posibilitar un acceso generalizado al patrimonio cultural que desarrolla nuestros talentos y nuestro talante. Ahora que buscamos antídotos para neutralizar la pandemia del covid-19, olvidamos que contamos con una eficaz vacuna, cuya eficacia se ha visto contrastada durante siglos, contra otras pandemias igualmente peligrosas.
Para vacunarnos contra los virus del fanático dogmatismo negacionista y la tóxica infodemia de los bulos, presentados como hechos alternativos o mendaces posverdades, contamos con las armas que nos brindan la filosofía y la ética. Estas logran inmunizarnos contra los ataques demagógicos y nos proporcionan recursos dialécticos para desbaratar sus artimañas.
¿Qué le debemos a la filosofía? Sería mucho más fácil inventariar cuanto no queda en su haber. Conviene recordarlo el tercer jueves de noviembre, declarado desde hace quince años Día Mundial de la Filosofía. Sobre todo en un año tan singular como el 2020, en el que las circunstancias hacen a la filosofía y a la ética más imprescindibles que nunca.
#MasFilosofia #NoSinÉtica
Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP). Historiador de las ideas morales y políticas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:13
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