Mientras dormimos atravesamos varias fases que pueden sintetizarse en dos tipos. Unas de sueño profundo, cuando el cerebro descansa con una tasa metabólica muy baja, momento en que el cuerpo apenas se mueve porque no recibe órdenes. Y otras con gran actividad cerebral, en las que se sueña, llamadas fases REM –del inglés Rapid Eye Movement– debido a que en ellas los ojos se mueven a gran velocidad sin que sepamos por qué.
En estas fases REM permanecemos paralizados casi por completo por la inhibición de las neuronas motoras del tronco del encéfalo, un mecanismo que evita que nos hagamos daño traduciendo los sueños en movimientos.
Quizá por eso, hace mucho que comenzó a considerarse que el cerebro podría aprovechar esta parálisis para hacer cambios, para desarrollarse, ya que durante la primera infancia la fase REM es más abundante que en la edad adulta, y además se reestructura con el aprendizaje cotidiano. El ejemplo más representativo lo encontramos en los estudiantes, que al parecer sueñan más durante el período de exámenes.
No obstante, nada de esto explica los sueños en sí, su escenificación y narrativa.
Porque los sueños no son meras representaciones aleatorias. Es más, suelen tener cierta estructura y pueden repetirse, por más que soñando nos dejemos llevar por circunstancias fortuitas. Tendemos a pensar lo contrario porque componemos historias juntando sueños con experiencia consciente al despertar. Pero basta reflexionar un poco para comprobar que, aunque podemos recordar un viaje como parte de un sueño, en realidad nunca sabremos qué pasó antes del viaje, ni si teníamos algún plan.
Pese a que los sueños se forman con imágenes y sonidos almacenados por distintas zonas de la corteza, no utilizan todas las cualidades del cerebro. Prueba de ello es que durante la fase REM el flujo sanguíneo en la corteza de asociación visual es tan alto como si estuviéramos despiertos, mientras que, por ejemplo, en la corteza frontal inferior, donde planificamos las cosas y nos mantenemos al tanto de los hechos en el tiempo, apenas hay actividad.
Sigmund Freud fue el primero en proponer una función para los sueños. Según él son intentos por parte del inconsciente para satisfacer y resolver instintos y deseos que no se han resuelto, en particular las fantasías sexuales y agresivas que dejamos en el camino. No iba mal encaminado, con independencia de que el concepto de inconsciente sea discutible. Claro que no disponía del conocimiento neurobiológico actual…
Basándonos en la neurobiología, el primer eslabón es el sistema emocional, un recurso que poseemos todos los vertebrados, responsable de provocar respuestas inmediatas ante estímulos relevantes para la supervivencia y la reproducción. Como cuanta más información mejores soluciones, muchos creemos que los comportamientos útiles promovidos por las emociones han guiado la evolución del cerebro de los mamíferos dando lugar al neocórtex, esa superestructura que vemos al observarlo desnudo.
Visto así parece lógico que existan multitud de conexiones entre las amígdalas cerebrales –el corazón del sistema emocional en las profundidades del cerebro primitivo– y el resto del cerebro, incluidas por supuesto las áreas prefrontal y de asociación polimodal, donde seguramente reside la consciencia.
Es verdad que estas áreas no han dejado de ganar protagonismo, llegando a condicionar de forma evidente el mismísimo aprendizaje emocional, tan propio de las amígdalas. Pero hoy por hoy siguen existiendo auténticas autopistas neuronales desde estas hasta las áreas prefrontales, mientras que en sentido contrario predominan los caminos tortuosos. Algunos autores sospechan que irá invirtiéndose a lo largo de nuestro futuro evolutivo.
Sea como fuere, la realidad es que cuando queda “sin resolver” algún asunto capaz de generarnos ansiedad, frustración, miedo… éste permanece latente provocando una tensión emocional que el sistema intenta relajar en evitación de males mayores. Y uno de sus mejores recursos, si no el único, podrían ser los sueños.
¿Cómo? Hipotéticamente, aprovechando la parálisis del cuerpo para dar una especie de “sacudida” a ese neocórtex que no ha sido capaz de solucionar el problema, a ver si así reacciona. Y debe hacerlo quitándole el control, facilitando que emerjan recuerdos y escenificando situaciones relacionadas con aquello que tememos o deseamos. Que sería una forma de enfrentarle a sus deberes y de paso mejorar su experiencia.
¿Pruebas? Más bien indicios, como el hecho de que durante la fase REM permanezcan inactivas las áreas mencionadas antes, probablemente para evitar que interfieran. De hecho, la conciencia no vuelve a mostrarse hasta que dejamos de soñar, de forma llamativa si tenemos una pesadilla y se le devuelven las riendas para que ayude a detener la sobrecarga fisiológica. Es entonces cuando solemos recordar los sueños.
Todo apunta a que debe ser vital soñar. Si no, no se explicaría que soñemos todos los animales de sangre caliente, aves y mamíferos. Y menos aún las ballenas y los delfines, que, teniendo pulmones, han de emerger cada poco para respirar.
¿Cómo lo hacen? Mediante un recurso evolutivo tan fascinante como que sus hemisferios cerebrales se turnen a la hora de dormir. Así, mientras uno se ocupa de ejecutar las acciones que precisan de cierta consciencia, el otro se dedica plácidamente a soñar.
Jose V. Moncho Bogani, Profesor de Histología en la Facultad de Medicina de Albacete. Miembro del Instituto de Investigación en Discapacidades Neurológicas, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 04/03/2022 13:29
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