Hace 470 millones de años, en el Ordovícico, ocurrió un proceso que cambiaría para siempre la vida de nuestro planeta: las plantas empezaron a colonizar el medio terrestre. Ello supuso un reto enorme para unos organismos acostumbrados a vivir en un medio acuático; para sobrevivir, tuvieron que desarrollar una serie de adaptaciones fascinantes.
Muchos han planteado que la evolución muestra un “buen diseño” o, quizás, incluso un “diseño inteligente” en sentido teleológico, finalista. Sin embargo, un estudio reciente de nuestro grupo demuestra cómo, realmente, en las plantas son frecuentes las “chapuzas evolutivas”, y que no hay motivos para pensar que siguen diseños predeterminados.
Estudiamos cómo crecen y consumen agua los robles y vimos cómo las soluciones a las que ha llegado la evolución funcionan, pero están lejos de ser óptimas, y aún más de ser “perfectas”.
La colonización terrestre no fue fácil, ni corta. Las plantas, una vez fuera del medio acuático, tuvieron que desarrollar mecanismos para poder sobrevivir sin deshidratarse.
Una hoja es como un oasis en medio del desierto: un tejido saturado de agua en medio de un aire seco que intenta robarle ese agua. En la hoja se mezclan el agua con el CO₂ para generar azúcares durante la fotosíntesis, mientras que la atmósfera envolvente intenta succionar ese agua para convertirla en vapor.
Los estomas, unos poros en la superficie de la hoja, funcionan como agentes de tráfico: permiten la entrada de CO₂ atmosférico y evitan que se evapore un exceso de agua. Pero ¿cómo llega esa agua hasta los estomas?
Los musgos y las hepáticas, las plantas que empezaron la colonización terrestre en un medio hostil y con un paisaje seguramente parecido al de Marte en la actualidad, tenían un tejido vascular muy limitado. No alcanzaron grandes alturas ya que no podían regular eficientemente el transporte ni el uso del agua. Estas plantas carecen de un sistema de venación foliar.
Un paso clave en la evolución de las plantas, y de las que tienen flor particularmente, fue el desarrollo de un eficiente sistema de venación en las hojas. Sí, ha leído bien: las hojas tienen un sistema de venación análogo al que podrá ver, por ejemplo, en el dorso de su mano. Si no lo ha visto todavía, le animamos a que la próxima vez que salga a la calle, o que vaya al bosque, arranque la hoja de un árbol y observe las venas que se dan, especialmente, en el envés.
Una hoja sin venas tendría que ser necesariamente pequeña. Esto es porque las venas son las tuberías que transportan agua a todos los rincones de la hoja y, particularmente, a los estomas para que la fotosíntesis pueda continuar. Sin venas, sería difícil que el agua se distribuyera por la hoja. Lo mismo pasaría con un animal: la sangre no podría llegar muy lejos sin un tejido vascular.
Tradicionalmente, se ha asumido que la densidad de venación seguía criterios óptimos en lo que se refiere al retorno en la inversión de recursos. Esto es, que hay la densidad justa de venas para irrigar a toda la hoja pero no más (ya que entonces habría más gastos en la formación de tejido de los necesarios), ni menos (ya que entonces el agua sería insuficiente y mermaría el crecimiento).
En nuestro estudio, realizado conjuntamente con compañeros del Centro de Investigación y Tecnología Agroalimentaria de Aragón, documentamos cómo los robles perennes (esto es, las encinas, alcornoques y parecidos) tenían mayor densidad de venas que los robles deciduos (como los carballos).
Las hojas perennes tienen costes de construcción más elevados que las deciduas: son hojas más gruesas y, por tanto, requieren de más carbono. Por tanto, al aumentar la venación en las hojas perennes, las más gruesas, se aumenta la irrigación a lo largo de todo el grosor de la hoja, con lo que aumentan las probabilidades de supervivencia a largo plazo.
Pero también vimos cómo el aumento en la densidad de venas en los robles perennes, que son los que habitan en zonas más áridas, conlleva un aumento en la probabilidad de sucumbir ante la sequía. Aumentos en la densidad de venas repercutieron en un aumento en las “fugas” de agua por la noche (cuando los estomas deberían estar cerrados) y también por la cutícula, una membrana impermeable en la superficie de la hoja que disminuye las pérdidas de agua.
Resulta cuanto menos paradójico que una adaptación que sirve para sobrellevar mejor el estrés asociado con una vida larga acabe aumentando la probabilidad de sucumbir, precisamente, bajo condiciones de estrés severo.
Los diferentes mecanismos por los que actúa la evolución en realidad se asemejan bastante a una estrategia de “hacer lo que se pueda para llegar a fin de mes”: no hay planificación ni estrategias a largo plazo.
La evolución no es más que una “chapuza”. Una maravillosa “chapuza” a escala colosal cuyo resultado ha sido el desarrollo de las formas de vida más bellas y fascinantes que uno pueda imaginar.
Víctor Resco de Dios, Profesor de incendios forestales y cambio global en PVCF-Agrotecnio, Universitat de Lleida y Elena Granda, Profesora ayudante doctor en ciencias de la vida (Ecología), Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/03/2022 16:25
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