Todos hemos estado involucrados, en alguna ocasión, en conversaciones de naturaleza religiosa con familiares o amigos. Casi todas ellas, en última instancia, terminan confluyendo en la gran pregunta relativa a la existencia o no de un ser supremo.
Hasta aquí, todo normal. El sentimiento de trascendencia es, precisamente, una de las características del Homo sapiens y la humanidad lleva desde sus orígenes planteándose la misma cuestión.
El problema aparece cuando los defensores de la respuesta afirmativa o de la negativa recurren a la ciencia para justificar, sustentar o reforzar sus argumentos (o, lo que suele ser más frecuente, echar por tierra los de su interlocutor).
La ciencia es un sistema que organiza y ordena el conocimiento que obtiene del estudio de los fenómenos de una forma estructurada, universal y objetiva. Los postulados, hipótesis, conclusiones y teorías que va generando se publican tras una criba rigurosa, crítica, imparcial, desinteresada y neutral. Ello la hace merecedora de un reconocimiento universal y dota de un crédito generalizado a sus propuestas.
Si exceptuamos grupúsculos poco significativos, la ciencia es valorada y respetada de forma generalizada por todas las sociedades. Este paraguas de credibilidad abarca los métodos de la ciencia, el conocimiento alcanzado por dichos métodos y los valores culturales que gobiernan esta actividad humana.
Eso hace que, quien más y quien menos, intente “vestir de objetividad” sus argumentos recurriendo a presuntos razonamientos científicos cuya lógica justifique sus creencias, ideologías o posicionamientos dialécticos. Es más, a esta estrategia recurren tanto los partidarios del “Dios existe” como los del “Dios no existe”.
Si nos circunscribimos a criterios estrictamente científicos, ¿quién tendría la razón? Pues precisamente aquellos que se muevan dentro del campo de la ciencia y utilicen correctamente el método científico a la hora de extraer sus conclusiones.
¡Vámonos al campo de batalla y veamos quién gana el duelo!
La primera premisa para jugar este partido es estar dentro de la ciencia. Pero ¿cuáles son las líneas que acotan y delimitan este campo de conocimiento?
Los numerosos intentos de dibujar la delgada y conflictiva línea roja entre lo que es ciencia y lo que no lo es han puesto a trabajar a cerebros excelsos a la busca y captura del perfecto y preciso criterio de demarcación.
En las propuestas sucesivas de criterios como la verificabilidad, la confirmabilidad o la falsabilidad han participado pensadores del calibre de Carnap, Ayer, Popper, Kuhn, Lakatos o Feyerabend que, sin llegar a encontrar una solución rotunda y definitiva, han generado un debate apasionante para el intelecto). Tras las aportaciones más novedosas de Thagard, Laudan o Bunge, para que una hipótesis se considere científica en la actualidad debe ser consistente, parsimoniosa, pertinente, reproducible, corregible, provisional y, por supuesto, susceptible de refutación empírica.
Esto, que suena rarísimo, es lo mismo que decir que en ciencia sólo se acepta una afirmación si se puede diseñar un experimento encaminado a demostrar que tal afirmación es falsa. Así, es válido científicamente afirmar “la gravedad existe” porque yo puedo diseñar un experimento encaminado a demostrar que “no existe”. Cojo el descapotable de mi peor enemigo y lo suelto desde un séptimo piso. Como cae al suelo, no he conseguido demostrar que mi hipótesis “la gravedad existe” es falsa y, por tanto, la acepto provisionalmente como verdadera.
Dado que el experimento es reproducible, se repite en distintos momentos, con diferentes metodologías, en distintos países y por diferentes científicos. Y como los resultados no hacen sino mermar la estadística mundial de descapotables intactos, seguimos sin poder demostrar que “la gravedad existe” sea una hipótesis falsa. Con cada estampamiento contra el suelo, se va reforzando que “la gravedad existe” es una afirmación válida científicamente.
No obstante, esta consideración de verdadera será siempre provisional, puesto que se deja la puerta abierta a que, en algún momento, una novedad experimental demuestre que “la gravedad existe” es una afirmación falsa (lo que supondrá la felicidad máxima para nuestro peor enemigo).
Dentro del campo de la ciencia, por lo tanto, se podrá afirmar que “la gravedad existe” (al menos provisionalmente).
Ahora que ya sabemos cómo funciona el método, retomemos seriamente nuestro debate inicial.
Afirmar “Dios existe” no sería científico puesto que no puedo diseñar un experimento encaminado a demostrar que esta afirmación sea falsa. Por tanto, queda claro que no puedo afirmar la existencia de Dios como un hecho científico. Pero, exactamente de la misma forma y por la misma razón, “Dios no existe” tampoco sería un postulado científico.
La conclusión es clara: la existencia de Dios es un debate que está fuera del campo de la ciencia. Desde una óptica estrictamente científica, la existencia (o inexistencia) de Dios no sería ni verdad ni mentira, ni cierto ni falso, ni sí ni no. Se trataría, simplemente, de afirmaciones acientíficas, que pueden tener o no entidad de debate siempre que nos situemos fuera del campo de la ciencia.
La polémica ciencia-religión, que tanto gusta a algunos, es un debate sin consistencia metodológica. Es jugar un partido de no se sabe qué entre un equipo de baloncesto y otro de saltadores de esquí, es mezclar churras con merinas.
El gran biólogo evolutivo Stephen Jay Gould, en Ciencia versus religión, un falso conflicto, habla de dos magisterios no superpuestos. El magisterio de la ciencia abarcaría la esfera de lo empírico: de qué está formado el Universo (hecho) y por qué funciona de determinada manera (teoría). El magisterio de la religión se centraría en interrogantes acerca del sentido último de la existencia.
Estos dos magisterios no se superpondrían (criterio NOMA, de Non-Overlapping Magisteria), por lo que no tendría sentido metodológico establecer conflictos entre ellos. Algunos consideran, incluso, que ciencia y religión serían compañeras en el gran esfuerzo de la humanidad por comprender la realidad siempre y cuando tengan claras sus respectivas limitaciones: la ciencia no puede producir valores y la religión no puede producir certezas empíricas.
Como pueden suponer, todos estos aspectos se han debatido y criticado de forma extensísima desde diferentes áreas. Desde ópticas muy plurales posicionadas en el ateísmo al agnosticismo, destacan las realizadas por Dawkins, Kurtz, Goodenough, Walker, Ruse, Orr o Jackson. La bibliografía al respecto es tan interesante como extensa.
Y ¿Por qué les cuento todo esto?
Porque considero importante que un científico debe:
Contribuir a evitar un uso indebido, incorrecto, reducionista y/o abusivo (pero muy frecuente) de la argumentación pretendidamente científica.
No negar la posibilidad de que existan otras fuentes importantes de conocimiento para el ser humano, como las que Jorge Wagensberg denominó como cultura revelada o cultura artística.
Uno es libre de conocerlas o no, de adoptarlas o no, de profundizar en ellas o no. Pero una cosa está clara: ni es más científico por ello ni, por supuesto, menos.
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 28/02/2022 20:19
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