Como todas las preguntas que tienen que ver con el comportamiento humano la respuesta es clara: depende. Dado que este artículo pretende tener un enfoque científico se planteará el concepto “fe” en términos objetivos y se analizarán los resultados del efecto placebo.
El efecto placebo se produce cuando un enfermo mejora, o incluso se cura (ojo, no siempre y no de enfermedades graves), después de ingerir una sustancia inocua o de ser sometido a una intervención sin ningún valor terapéutico. Uno de los descubrimientos más asombrosos de la neurociencia en los últimos años es la constatación de que el cerebro puede curar o enfermar el cuerpo. La mente puede inmiscuirse en el funcionamiento físico de una manera más directa de lo que pensamos.
Si el efecto placebo, que redunda en la expectativa positiva del enfermo en su mejora, se complementa con la comunicación implícita de confianza por parte del médico, la posibilidad de que el paciente responda al tratamiento aumenta considerablemente.
Esto se puso de manifiesto en un interesante experimento llevado a cabo por Richard Gracely en 1985. El investigador seleccionó sesenta pacientes voluntarios a quienes se les iba a extraer una muela del juicio y les advirtió de que, para calmar el dolor después de la extracción, unos recibirían al azar un placebo y otros un calmante.
Los dentistas, sin embargo, fueron informados de que a los primeros treinta pacientes debían recetarles un calmante y a los otros treinta un placebo, aunque no deberían revelarlo. En realidad, sin que los dentistas ni los pacientes lo supieran, los sesenta pacientes recibieron placebo. Al final del experimento, los primeros treinta pacientes, a quienes los dentistas pensaban que habían recetado un analgésico, se sintieron mucho más aliviados que los otros treinta a quienes los doctores pensaban que habían dispensado un placebo.
Cuando los médicos están convencidos de que sus técnicas son eficaces y comunican esperanza a los pacientes, se unen las expectativas positivas del médico y del paciente y aumentan las posibilidades de mejoría incluso en respuesta a una sustancia inerte. Así, parece que la clave no está solo en generar expectativas positivas acerca de la vida, sino en rodearnos de gente que crea en ello y nos lo haga saber.
En la medicina y en la cirugía ha habido, y es probable que aún haya, tratamientos que se han creído eficaces y después se demostró que no lo eran. Los resultados positivos que surgieron en su momento pudieron deberse a que tanto médicos como pacientes creyeron en ellos.
Los placebos no solo pueden ayudar al enfermo a curar una avería del cuerpo, también pueden aliviar alteraciones del estado de ánimo. Así lo ha demostrado un estudio llevado a cabo por un grupo de investigadores de la Universidad del Sur de California, encabezado por el doctor Lon Scheneider.
La mitad de los 728 pacientes que participaron, todos mayores de 60 años y con un cuadro depresivo, recibió tratamiento con pastillas del probado antidepresivo sertralina. La otra mitad solo tomó una sustancia inerte en forma de comprimidos de aspecto similar. A las ocho semanas habían mejorado el 45 % de los enfermos en el grupo de tratamiento activo y el 35 % de los pacientes que tomaron placebo.
Especialmente llamativo fue el hecho de que tanto los pacientes que tomaron setralina como los que ingirieron la sustancia inocua se quejaron, casi con la misma frecuencia, de efectos secundarios como mareos, sequedad de boca, somnolencia, dolor de cabeza y náuseas.
El efecto placebo también funciona en sentido contrario: hay un efecto “nocebo”. Las creencias negativas pueden hacerte daño e incluso matar.
Aparece en sujetos que están sugestionados y creen que algo que es objetivamente inocuo, o incluso beneficioso, les producirá efectos adversos. Un buen ejemplo se encuentra en el experimento que realizó hace algunos años un equipo de médicos noruegos para comprobar si el teléfono móvil aumentaba el dolor de cabeza. Para sorpresa de los investigadores, algunos de los participantes se quejaban de cefalea tras tener los móviles cerca sin saber que estaban usando solamente una carcasa vacía.
En la Inglaterra del siglo XIX se creía que los tomates eran venenosos y mucha gente fue tratada en los hospitales por síntomas de envenenamiento por tomates. Por su parte, los estudios del médico italiano Fabrizio Benedetti, de la Universidad de Turín, sugieren que la anticipación del paciente a un daño aumenta la ansiedad y activa una hormona llamada colecistoquinina (CCK), que favorece la transmisión del dolor. La respuesta es un círculo vicioso de dolor y ansiedad.
Llevado al extremo, el efecto nocebo puede provocar la muerte. Los antropólogos sospechan que eso es lo que les ocurre a los afectados por la “muerte vudú”, que fallecen súbitamente tras ser amenazados por los hechiceros o las brujas de la tribu. Aunque podemos intuir otra explicación. Cuando el chamán lanza una maldición sobre alguien delante de todo el pueblo, los demás piensan: “La maldición vudú funciona, así que esta persona tiene los días contados, no desperdiciemos en ella agua y comida”. Al verse privada de alimento y de agua, muere de hambre: ¡y ahí está! Otra maldición vudú cumplida.
En el fondo, todo es una cuestión de confianza. Puede que hasta ahora no se haya estudiado la confianza bajo la lente de un microscopio pero cada vez hay más pruebas de los efectos positivos de esta actitud. No solo en medicina. En cualquier otro campo, como, por ejemplo, la educación. Los expertos aseguran que la confianza en los profesores es uno de los hechos clave que han convertido al sistema educativo finlandés en el mejor del mundo.
Podemos concluir que el poder de las creencias tanto positivas como negativas es muy fuerte. La función de nuestra mente es crear coherencia entre lo que se cree y la realidad que se percibe. Así, si se tiene la creencia de que no se puede hacer algo, la mente intentará crear coherencia haciendo que verdaderamente no se pueda hacer. Es interesante lo que decía Henry Ford: “Tanto si crees que puedes, como si crees que no puedes; tienes razón”.
Eva García Montero, Decana Facultad de Comunicación y Humanidades, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:11
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