La vacunación contra la COVID-19 (cuando tengamos vacuna) es una de las alternativas para hacerle frente, probablemente la más importante. Lo que no implica que si llega un tratamiento eficaz de los casos más graves no sea otra alternativa esencial.
El mejor ejemplo lo tenemos en el caso del SIDA, donde los tratamientos eficaces y asequibles llegaron mucho antes que la vacuna, que aún no existe. Gracias a ellos, la sobrevida y la calidad de vida de los casos tratados ha mejorado muy significativamente. Pero aún así, todavía tenemos una pandemia mundial de SIDA fuera de control en muchos países. Y seguimos esperando una vacuna como agua de mayo. Porque la vacunación, cuando ofrece una protección amplia y de larga duración, es la mejor opción.
Por eso lo deseable en el caso del coronavirus SARS-CoV-2 es encontrar una (o varias) vacunas para combatir la COVID-19. Lo malo es que, mientras centenares de científicos en todo el mundo se afanan por encontrarlas, los movimientos antivacunas (y los famosos que se oponen públicamente a la vacunación, como el tenista Novak Djokovic o el cantante Miguel Bosé) pueden poner en peligro su credibilidad.
Convendría recordar que esas actitudes antivacunas son opiniones especulativas, no son datos, ni mucho menos información. Frecuentemente reflejan escepticismo frente al sistema en general y frente a los poderes públicos, ya sean autoridades sanitarias o establishment industrial farmacéutico. En este sentido, para crear desconfianza no se requiere necesariamente aportar nueva veracidad confirmada: basta con sospechas lanzadas al aire.
La vacuna COVID 19, antes de existir y conocer sus indicaciones, ya tiene detractores con especulaciones extravagantes. Las más sonadas, asociadas a microchips (nunca vistos) inyectados junto con las vacunas, vinculados al despliegue del 5G (sin ninguna documentación técnica) y al fantasma del control de masas tecnológico.
A la OMS le preocupa el asunto. Tanto que el escepticismo vacunal entró en la lista de sus diez prioridades sanitarias el pasado año. Tiene razones de peso. Sin ir más lejos, la eliminación de la polio es un objetivo de la OMS desde hace más de dos décadas. Posiciones antioccidentales en Afganistán y otras zonas controladas por el poder talibán frenaron las campañas de vacunación en estos países, donde se mantiene un cierto nivel de transmisión y de casos nuevos entre los individuos en poblaciones mal vacunadas. Desde estos focos han aparecido nuevos casos de polio importada en África y el sudeste asiático asociados a viajeros no vacunados.
Para colmo, en los últimos años hemos visto brotes de cientos de casos de sarampión en Europa y Estados Unidos, causados por bolsas de individuos mal vacunados –o no vacunados– que están protegidos parcialmente por el resto de las personas a su alrededor que sí están masivamente vacunadas. La circulación viral está presente y fatalmente acaba convirtiendo a las personas no vacunadas en casos en poblaciones que durante años no han tenido ninguno.
Para que el discurso de los antivacunas caiga en saco roto, sobre todo de cara a solucionar la actual pandemia, lo ideal sería mejorar y mantener la educación sanitaria desde las escuelas y durante toda la vida, incluyendo de forma muy importante los medios de comunicación social. Hace falta generar conocimiento y confianza en la ciencia, enseñar a distinguir entre información y opinión, a verificar la fuente y la consistencia de los datos comunicados, alejarse de las espectacularidades y de las falsas controversias entre desiguales.
Los expertos en seguridad que han investigado el escepticismo vacunal identifican un pequeño grupo de irreductibles (menor del 5 % de la población en Estados Unidos) calificables como “antivacunas muy convencidos”, militantes activos en Internet. Luego está el grupo social de “indecisos” por diversas razones, que puede llegar a ser de un 30 % de algunas poblaciones. Estos últimos son los más influenciables por opiniones negativas, y susceptibles de ser bien informados para evitar la deriva a la fracción de los antivacunas que finalmente no vacunan a sus hijos.
Así se rebaten tres de los argumentos más recurrentes de los antivacunas frente a la COVID-19:
“Podría ser que la vacuna final resultara eficaz parcialmente”.
Y es cierto. Pero, incluso en este caso, si la vacunación consiguiera reducir la trasmisión y la mortalidad en un porcentaje significativo, ya sería de gran utilidad para mitigar el impacto de los brotes.
Sin ir más lejos, la vacuna antigripal de cada invierno es un ejemplo de vacunas que tienen eficacias modestas (60-70%). Se debe tanto a que el virus gripal dominante es distinto en cada campaña (hay que hacer vacunas nuevas cada año) como a que siempre hay distintas gripes circulando en proporciones diferentes en cada país (y solo algunos de los tipos están cubiertos por las vacunas recomendadas). El resultado es que sigue habiendo casos incluso entre los vacunados, generando una sensación de ineficacia y desconcierto. Pero son vacunas que cada año salvan muchas vidas entre la población adulta y anciana.
Las oficinas reguladoras mundiales conceden licencias de uso solo después de comprobar de forma independiente que las vacunas cumplen requisitos de eficacia y seguridad y que las indicaciones (a quién vacunar prioritariamente, con cuántas dosis, etc.) resultan equilibradas entre el número de casos que previenen (o mitigan la gravedad) y el coste de las campañas de vacunación.
La mayoría de vacunas tienen eficacias muy altas (90-95 %) y en países bien vacunados hay múltiples enfermedades infecciosas que prácticamente han desaparecido.
“Hay falta de transparencia sobre conflictos de interés”.
La colaboración del mundo académico con el industrial es imprescindible, pero a su vez genera potenciales situaciones de conflicto de interés. La transparencia informativa es una necesidad en temas sanitarios y especialmente en situaciones ambiguas: resultados medianamente satisfactorios, conclusiones discutibles, interpretaciones de datos dudosos, inconsistencias entre diferentes estudios, etc. Pero hay que admitir que resulta compleja y que debe ser resuelta por comités de expertos independientes.
El mundo académico ha desarrollado mecanismos de control de conflictos y de gestión de situaciones conflictivas, por ejemplo explicitando en cada intervención pública (conferencias o publicaciones) cuáles son las relaciones entre el profesional y la industria que produce la medicación o la vacuna. Este tema es importante, sobre todo en las fases de desarrollo y ante resultados iniciales, cuando la información es escasa.
Algo distinto ocurre cuando una vacuna ha pasado todos los controles de eficacia y seguridad y se han establecido las indicaciones por parte de todos los comités científicos y sanitarios nacionales e internacionales, como es el caso del calendario vacunal expandido y de las ultimas vacunas introducidas (la del virus del papiloma humano, VPH). Entonces es imprescindible que los médicos y sanitarios informen a la población y apoyen la introducción de la vacunación según las indicaciones.
“Las vacunas son inseguras”.
Los criterios de (in)seguridad de las vacunas o de sus adyuvantes –esto es, las sustancias incluidas en el inyectado vacunal que potencian el estímulo antigénico– siempre han sido esgrimidos por el movimiento antivacunas. Y eso a pesar de la experiencia acumulada por cientos de millones de dosis tanto en estudios controlados como en programas de vacunación generalizada en todos los contextos internacionales.
Pero lo cierto es que los organismos reguladores de los productos vacunales vigilan exhaustivamente la eficacia y la seguridad vacunal antes de autorizar o indicar la utilización pública, y continúan monitorizando la seguridad durante años después de la introducción. Es muy poco probable que un efecto secundario indeseado pase inadvertido por las redes de vigilancia sistemática.
A pesar de ello, seguimos viendo ataques abiertos a la vacunación sin ningún estudio nuevo que lo justifique. La investigación es larga, complicada y cara. La duda, por el contrario, es gratuita.
El antivacunismo es desinformación organizada. La rivalidad entre partidos y la politización de las decisiones sanitarias como la vacunación tienden a adoptar posiciones emocionales y extremas (tanto a favor como en contra) en tiempos de crisis.
De hecho, gobiernos como el de Donald Trump ya han tenido en el pasado asesores escépticos ante la vacunación como Andrew Wakefield o Robert F. Kennedy, aunque finalmente no hayan seguido sus tesis. Y las fake news y las teorías conspirativas sobre COVID-19 ya circulan abundantemente en los medios sociales, lo que representa un caldo de cultivo ideal para cualquier opinión escéptica o claramente antivacunas.
A pesar de la evidencia científica masiva, las actitudes antivacunas rara vez reconocen ni justifican sus errores. Esto forma parte de una estrategia para poder repetir una y otra vez argumentos erróneos, que a menudo están relacionados con otros intereses.
Simplificando un poco, la perpetuación de las posiciones antivacunas se sustenta en dos pilares económicos: la venta de medicina alternativa y los pleitos a las multinacionales farmacéuticas. Y en uno político: la desconfianza frente al sistema.
Pero, por más que les pese, las vacunas son el recurso sanitario más importante después del saneamiento del agua y la nutrición básica. Entre 2 y 3 millones de vidas se salvan cada año entre las poblaciones infantiles gracias a la vacunación sistemática de los recién nacidos y los niños. Las vacunas recomendadas son nuestra opción más segura, y nada puede compararse a su eficacia y mejora de la calidad de vida
Francesc Xavier Bosch José, Profesor de los Estudios de Ciencias de la Salud. Consultor sénior del Programa de Investigación en Epidemiología del Cáncer del ICO, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:13
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