Cuando el multimillonario Elon Musk decidió meter el hocico en la exploración espacial, muchos pensaron que traería prosperidad a la ciencia. Que se abrirían nuevas posibilidades para desarrollar investigaciones y que una nueva era espacial se acercaba. ¿El precio? Por aquel entonces no lo conocíamos. Probablemente aún no lo conozcamos del todo. Cuando el dinero prostituye a la ciencia, esta olvida su esencia misma.
El cielo nocturno está poblado de diminutos puntos de luz originados cientos, miles de millones de años atrás en lugares remotos de nuestro universo. Solo ahora alcanzan nuestro planeta tras haber viajado por el inmenso vacío cósmico. Por ello, han sido objeto de deseo, admiración e incluso adoración en la historia de la humanidad. Pueblos enteros han mirado a la bóveda celeste con diferentes objetivos. Monumentos, templos y esculturas fueron orientados por motivos astronómicos en la antigüedad.
La historia de la navegación es, en realidad, una historia de la observación del cielo nocturno y nuestra vida contemporánea está plagada de alusiones astronómicas. Dicho estudio no es solo un espectáculo en movimiento, sino una constatación de nuestra insignificancia cósmica. Este tiene implicaciones en la ciencia básica y aplicada, pero también en cuestiones éticas, morales y filosóficas que, en última instancia, rigen nuestro comportamiento social.
El estudio del cosmos se lleva a cabo en España desde instalaciones con tecnologías punteras en tierra como los Observatorios de Calar Alto (Almería) y el Roque de los Muchachos (La Palma). Las instalaciones del Very Large Telescope en Chile y el Observatorio de Mauna Kea en Hawaii han cambiado nuestra concepción sobre el universo y el origen de nuestro propio sistema solar.
Todavía hay más. El futuro próximo de la exploración astronómica ha apostado muy fuertemente por la observación desde tierra con el desarrollo y la proyección de instalaciones de alto valor como el E-ELT (European Extremely Large Telescope) o el TMT (Thirty Meter Telescope).
La constelación de satélites, irónicamente llamada Starlink (enlace estelar, en inglés), fue concebida por la empresa SpaceX y anunciada en 2015. El objetivo que venden y anuncian es dotar de internet de banda ancha a cualquier punto del planeta.
Por supuesto, no es una red gratuita. La compañía prevé generar unos ingresos de más de 30 000 millones de dólares en 2025 por el uso de esta red por parte de los ciudadanos, que pagarán sus cuotas mensuales como todo hijo de vecino.
La infraestructura necesaria para esto es una red de más de 42 000 satélites de 225 kilos cada uno que orbitarán la Tierra a altitudes de entre 300 y 1 500 kilómetros. En la actualidad, el número total de satélites (incluyendo comunicaciones en la mayor parte y exploración astronómica en mucha menor medida) en órbita alrededor de la Tierra es de unos 2 000.
A finales de 2020, SpaceX habrá enviado más de 1 500 de la red Starlink, duplicando en solo un año el número de objetos espaciales alrededor de nuestro planeta. Los 120 satélites lanzados por la empresa en enero de este año ya han producido un impacto relevante en la astronomía observacional, pues afectan a nuestras imágenes astronómicas y al disfrute del cielo nocturno al que todos tenemos derecho.
Lo más curioso de todo es que para llenar el cielo de nuestro planeta de miles de satélites de más de 200 kilos, SpaceX solo ha necesitado el permiso de la Agencia Estadounidense de Comunicaciones. No es solo que una empresa estadounidense tenga la capacidad de apropiarse del cielo nocturno de todo el planeta, sino que además quien da la luz verde a este macroproyecto espacial es una agencia de comunicaciones que nada tiene que ver con la exploración del cosmos.
La ciencia básica, como siempre, ninguneada por una industria que no se entera de que en realidad depende de ella.
El cielo es la próxima frontera de recursos y materias primas. Estamos tan inmersos en esta vorágine de crecimiento capital a cualquier precio que la industria empieza a pensar en explotar los recursos más allá de nuestra atmósfera y no parecemos reaccionar de forma proporcional.
Ya hay muchas empresas que piensan en viajar a asteroides para explotar los minerales que poseen estos cuerpos celestes, que fueron los bloques con los que se construyeron los planetas del Sistema Solar y que se cree son los responsables de traer el agua a la Tierra y permitir así el desarrollo de la vida.
Destruir asteroides como hemos destruido montañas enteras para extraer materias primas es un atropello a la ciencia y un insulto al cosmos. El Premio Nobel de Física Didier Queloz lo explica en esta entrevista en la Universidad de Cambridge:
Por todo ello, es urgente la reacción de los gobiernos a nivel internacional para crear una legislación que blinde el derecho a un cielo nocturno oscuro (parece mentira que necesitemos legislar eso). Los organismos e instituciones astronómicas han de reclamar y están reclamando a los gobiernos en todo el mundo que se frene esta locura industrial sin planificación.
Si queremos que la noche siga siendo oscura, vamos a tener que pelearlo porque la industria, que disfraza de falsa equidad y solidaridad su crecimiento económico a cualquier coste social, no lo hará por sí misma. Si no lo hacemos, el dinero acabará matándonos por aplastamiento. Salvemos nuestros cielos, evitemos el fin de la noche.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en el blog Cuaderno de Bitácora Estelar (Astrofísica, Astronomía, Cosmología, Ciencias del Espacio), de la Fundación para el Conocimiento madri+d y en el blog del autor, Eppur si muove.
Jorge Lillo-Box, Investigador postdoctoral del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA), Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.