El coronavirus, un subproducto de la globalización, ha logrado lo que los populismos de diverso signo llevan intentando sin éxito durante varios años, a saber: ponerle coto al proceso globalizador. Debido a la emergencia sanitaria, los gobiernos han decretado el cierre de fronteras, la paralización de los intercambios comerciales y el control de los movimientos de la población.
Todo ello ataca la línea de flotación del proceso globalizador, por cuanto se genera un repliegue de las naciones sobre sí mismas y se recuperan el mensaje emocional de “nuestro país, primero” que tan diluido se había quedado cuando pensábamos que formábamos parte de la “aldea global”.
No sabemos si es una reacción pasajera y si todo volverá a ser igual cuando pase el coronavirus. Pero en este momento, y ante la perspectiva de que esto puede durar, tenemos la sensación de que es un cambio de gran calado que está afectando a nuestro modelo de relaciones sociales, y por supuesto al orden económico internacional.
Algunas empresas han decidido poner en marcha planes generalizados de teletrabajo, y otras aún no lo han hecho por no estar técnicamente preparadas para ello. Todas están decididas a aplicar expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) para hacer frente a la pérdida de actividad. Los autónomos ven con verdadero pánico cómo se paraliza su negocio al no tener ninguna red de seguridad que los ampare. En España, las medidas económicas del Gobierno puede que ayuden, pero sus resultados son inciertos.
Hay preocupación en la gente, pero hasta ahora está reaccionando con sensatez, salvo algunos comportamientos extemporáneos relativos al acaparamiento.
La suspensión de celebraciones que parecían inmutables por su valor simbólico y económico (Fallas, Semana Santa, Ferias…) ha sido aceptada por la población con bastante naturalidad, además del cierre de cines y teatros y la suspensión de grandes eventos deportivos. Pero si esto continúa más tiempo de lo razonable, la preocupación se convertirá en miedo, y ya sabemos lo difícil que es gestionarlo.
Hay también un hecho que llama la atención: ante la pandemia, está siendo eficaz la acción de los gobiernos nacionales (véase China o Corea del Sur), al menos para la expansión del virus y reducir los efectos en sus respectivos países. Pensábamos que solo una gobernanza mundial podía hacer frente a problemas globales, y resulta que son los tan vilipendiados estados-nación los que están a la altura de la gravedad del problema, asumiendo el liderazgo ante sus correspondientes poblaciones.
En el contexto de emergencia sanitaria, con sus graves repercusiones macroeconómicas y sus efectos devastadores en la microeconomía de las familias, hay algunas cuestiones que llaman a la reflexión.
La primera es que el coronavirus es el eslabón de una cadena de epidemias con las que tendremos que familiarizarnos, y que se expanden gracias a la intensidad de los intercambios en una sociedad tan abierta como la de hoy. También se debe al modelo internacionalizado de producción ilimitada que caracteriza esta fase de capitalismo global.
Hace años fue la enfermedad de las vacas locas, luego la gripe aviar y más recientemente, algunos miembros de la familia de coronavirus. Todas ellas muestran los riesgos de la economía globalizada cuando la lógica del beneficio lleva a las empresas a producir a bajo coste en determinadas regiones del planeta, para luego vender sus productos en otras sin que se establezcan los pertinentes controles sanitarios.
La segunda cuestión es la crítica cada vez más exacerbada que está recibiendo la globalización económica, al comprobar que sus efectos no son tan beneficiosos como se creía. Y esto ya no proviene solo de los grupos populistas, sino de círculos políticos más amplios (son significativas las declaraciones del presidente francés Emmanuel Macron a ese respecto exigiendo en estos días controlar la globalización desbocada).
Desde hace algunos años, se viene observando que la apertura total de los mercados mundiales ha generado el empobrecimiento de muchos pequeños y medianos negocios locales. Es verdad que también ha supuesto una buena oportunidad para ciertos sectores empresariales que han sabido aprovecharla, pero son menos visibles estos resultados que aquellos otros.
Es una realidad que, desde hace una década, y desde la crisis de 2008, se asiste al cierre de muchas pequeñas empresas. Además, se está produciendo una creciente precarización laboral de los trabajadores y un fuerte descenso de los salarios, como única estrategia de las empresas para competir con bajos costes.
Todo ello hace que estemos ante una sociedad cada vez más fracturada entre ganadores y perdedores de la globalización, con una reducción del papel central del Estado para introducir algún tipo de equilibrio.
Cabe preguntarse si las actuales medidas de repliegue nacionalista desaparecerán después de que pase la crisis del coronavirus y todo volverá a ser como estaba antes, o si estamos en la antesala de un proceso gradual de desglobalización (o al menos de control de las dinámicas globalizadoras) en la que el Estado recupere parte de sus funciones reguladoras.
Eduardo Moyano Estrada, Profesor Investigación del CSIC Área Sociología. Analista político., Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA - CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:20
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