Como cada 11 de febrero desde hace siete años, se celebra el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia para «lograr el acceso y la participación plena y equitativa en la ciencia para las mujeres y las niñas, y además para lograr la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres y las niñas».
Aunque en conjunto estudian más mujeres que hombres carreras superiores, el reparto por disciplinas es aún muy desigual; algunas carreras científico-tecnológicas poseen un porcentaje alarmantemente pequeño de mujeres, e incluso en algunas de ellas esta proporción está disminuyendo.
Conocer referentes de mujeres en ciencia y tecnología puede ayudar a acercar estas disciplinas a las más pequeñas y a inspirar a todas las personas que las acompañan en sus elecciones a lo largo de su escolarización.
Hoy traemos las historias de cinco de ellas, historias que se relacionan entre sí. Comencemos con cinco científicas «encadenadas».
Bertha Benz era la esposa del ingeniero Carl Benz. En 1886, el marido obtuvo la patente alemana de un automóvil de tres ruedas con un motor de tracción trasera: el Benz Patent-Motorwagen.
A principios de agosto de 1888, sin el conocimiento de Carl, Bertha decidió promocionar el carruaje viajando con sus dos hijos mayores hasta la casa de su madre. El viaje de Mannheim a Pforzheim suponía un recorrido de unos cien kilómetros; nadie había conducido anteriormente un automóvil a lo largo de una distancia tan grande.
Gran conocedora del funcionamiento de aquel vehículo, Bertha partió al amanecer del 5 de agosto de 1888, enfrentándose a diferentes problemas durante su largo trayecto: una de sus pinzas para el pelo la ayudó a reparar una avería en el sistema de ignición, recompuso un cable eléctrico pelado usando una de sus ligas, un alfiler de su sombrero la ayudó a desatascar una tubería de combustible que se había obstruido… Por si fuera poco, una cadena de transmisión se rompió; esta vez tuvo que pedir la ayuda de un herrero para repararla.
En el recorrido hasta Pforzheim, el vehículo tuvo que subir y bajar cuestas; como el motor no tenía suficiente potencia, Eugen y Richard (sus hijos, de 15 y 13 años) tuvieron que empujar el automóvil en algunas pendientes que tenían que remontar. Tras todas estas peripecias, Bertha y sus hijos llegaron a Pforzheim al anochecer de ese 5 de agosto. Fue un largo día de esfuerzos para demostrar que aquel automóvil funcionaba. Tres días después, Bertha regresó a Mannheim conduciendo, por supuesto, el Benz Patent-Motorwagen.
Además de la publicidad conseguida, los Benz realizaron varias mejoras gracias a las sugerencias de Bertha tras sus experiencias durante el viaje. Entre otras, Bertha propuso la inclusión de un engranaje accesorio para subir cuestas o la incorporación de unos forros de cuero (unas «pastillas de freno») para mejorar la potencia de frenado.
A Bertha no le hizo falta usar un GPS para completar con éxito su viaje. Este sistema de posicionamiento global llegó muchos años más tarde gracias al trabajo de la matemática Gladys West y su equipo.
Gladys comenzó a trabajar como programadora en la base naval de Dahlgren (Virginia, EE. UU.) en la década de 1950: utilizaba unas máquinas aún muy rudimentarias que debían procesar datos necesarios para el análisis de observaciones satelitales.
A mediados de la década de 1970 se convirtió en la directora del proyecto que desarrollaría parte del equipo del Seasat, el primer satélite proyectado para examinar los océanos terrestres de manera remota: estaba equipado con el primer radar de apertura sintética puesto en órbita.
West debía programar un IBM 7030 para desarrollar un modelo de la forma de la Tierra con la mayor precisión posible. Para hacerlo, tuvo que crear algoritmos complejos que debían tener en cuenta las variaciones debidas a fuerzas gravitatorias, mareas y otras, que distorsionan la perfecta configuración esférica. Esos modelos satelitales creados inicialmente con objetivos militares se utilizarían años más tarde para desarrollar la tecnología en la que se basan los GPS.
El trabajo de Gladys West era muy complejo: debía manejar con gran precisión enormes y diversas bases de datos, tenía que crear modelos y procedimientos adecuados de manera minuciosa para que sus cálculos tuvieran la utilidad esperada. Y lo hizo usando unos ordenadores primitivos, como lo hizo la matemática Katherine Johnson, que trabajaba en la NASA cuando, en 1962, esa agencia empezó a utilizar computadoras electrónicas para realizar cálculos.
Katherine fue contratada en 1953 para realizar tareas de cálculo en Departamento de Guía y Navegación. Pasó a formar parte de las «calculadoras del oeste», el grupo de mujeres afroamericanas que trabajaba, separado de las «calculadoras del este», sus homólogas blancas, cumpliendo las leyes Jim Crow vigentes en Virginia.
Unas y otras ayudaron a Estados Unidos a alcanzar algunas victorias sobre la Unión Soviética durante la Guerra Fría en esa obstinada batalla que mantuvieron por el dominio del espacio.
La agencia estatal se benefició no solo del buen hacer de estas calculadoras humanas; su balance económico también mejoró al considerar a la mayor parte de estas mujeres como no profesionales –a pesar de que muchas de ellas eran diplomadas en matemáticas o física– y recibir por ello sueldos menores.
Realizaban las operaciones y comprobaciones con la ayuda de calculadoras mecánicas, con su destreza, sus reglas de cálculo, su lápiz y su papel. La información que les proporcionaban los ingenieros aeronáuticos era parcial, procedía de documentos secretos. La notable capacidad matemática de Katherine le permitió salir del ala oeste y trabajar directamente con los ingenieros.
Fue ella quien calculó la ventana de lanzamiento del Programa Mercury desarrollado por la NASA entre 1961 y 1963. Fue Katherine quien calculó la trayectoria parabólica del vuelo espacial de Alan Shepard en 1961, realizado veintitrés días después del primer vuelo orbital realizado por el cosmonauta Yuri Gagarin.
Las habilidades matemáticas de Katherine eran tales que siguió siendo la «calculadora humana» de la NASA incluso cuando ya disponían de equipos informáticos, que ella misma aprendió a manejar: verificó los cálculos de la computadora que llevarían a John Glenn en su vuelo orbital alrededor de la Tierra en 1962. También calculó la trayectoria del Apolo 11 que llevaría en 1969 a Armstrong, Aldrin y Collins a la Luna.
En el éxito de la misión Apolo trabajaron muchas personas, muchas mujeres, y no solo calculando y programando. Una de ellas fue la geóloga Mareta West, que pasó de trabajar como especialista en petróleo en la industria a elegir, en 1960, el lugar en el que debía alunizar el Apolo 11.
Su trabajo como astrogeóloga continuó hasta la década de 1970; Mareta se centró en el estudio de la superficie de la Luna y de Marte…
La mirada de Mareta se dirigía hacia el cielo, extraño para una geóloga. Aunque los suelos abundan también bajo el agua. Y Marie Tharp se dedicó a dibujarlos.
Sorprendentemente, cuando solicitó un trabajo en el Laboratorio Geológico Lamont, lo único que le preguntaron era si sabía dibujar, a pesar de llevar bajo el brazo los títulos de graduada en matemáticas y geología.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos invirtió grandes sumas de dinero en la investigación de los océanos, tanto para encontrar barcos hundidos como para facilitar la navegación de sus submarinos.
Marie comenzó a hacer cartografías del suelo marino con los datos que le enviaban desde los barcos oceanográficos a los que ella no podía acceder por ser mujer. Y en su despacho, en 1953, descubrió el rift del océano Atlántico, aunque no le dieron crédito al principio.
Tharp dibujó a mano el fondo del Atlántico Norte, del Atlántico Sur y del Océano Índico. Sus dibujos mostraron que en las profundidades del océano había montañas, valles y simas. Y gracias a sus ilustraciones se confirmaron las teorías de las placas tectónicas y la deriva continental.
Bertha, Gladys, Katherine, Mareta y Marie son cinco de las muchas mujeres que han aportado su talento y su esfuerzo en el desarrollo de las disciplinas STEM.
Hoy 11 de febrero las aplaudimos; es lo que deberíamos hacer todos y cada uno de los días del año.
Marta Macho-Stadler, Profesora de matemáticas, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 08/03/2022 16:57
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