6 de agosto de 1945. El día se presenta como cualquier otro en la ciudad de Hiroshima, Japón. El cielo está despejado y varios ciudadanos de a pie se dirigen a cubrir sus puestos de trabajo. Hiroshima no es una ciudad grande, viven en ella unas 250 000 personas, pero su interés estratégico, industrial y militar es fundamental para el imperio nipón durante la guerra.
A las 8:15 de la mañana, hora local, el Enola Gay, un bombardero B-29 estadounidense, abre sus compuertas para dejar caer la Little Boy, una bomba de uranio-235 con un potencial explosivo equivalente a 13 000 toneladas de TNT, sobre el centro de la ciudad. 55 segundos después, el estallido de la bomba marcará un antes y un después en el devenir de la historia de las sociedades modernas y de la producción científica.
Aunque ampliamente analizada desde diversas perspectivas políticas, científicas y militares, la historia de la bomba atómica apenas ha recibido atención en lo que se refiere a su papel a la hora de configurar la manera misma en que entendemos la división del conocimiento en el mundo moderno.
La comprensión pública de la ciencia como disciplina de conocimiento especial y superior al resto de saberes, o lo que algunos autores han convenido en concebir como el problema de las Dos Culturas, cambiaría radicalmente tras la detonación de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Sin saberlo, aquella soleada mañana de verano Paul Tibbets, piloto del Enola Gay, alteraría el curso de la cultura misma.
Fue el 7 de mayo de 1959 cuando C. P. Snow subió al palco de la “Senate House” en la Universidad de Cambridge para pronunciar su conferencia “Las Dos Culturas y la Revolución Científica”.
En ella, Snow expuso una preocupación latente en varios círculos académicos de la sociedad británica de su época: la división radical entre las ciencias y las humanidades. Según el reconocido físico y novelista inglés, la sociedad intelectual inglesa estaba irremediablemente dividida entre científicos y humanistas, incluyendo entre estos últimos a historiadores, filósofos y literatos.
Afirmaba que los científicos, progresistas y librepensadores por naturaleza, se encontraban en constante pugna con los literatos, conservadores, individualistas y apartados de toda preocupación moral y social. Snow defendía que, para garantizar el futuro de la nación inglesa, era necesario establecer un sistema educativo en el que primasen los valores de libertad, progreso y comunidad propios de la ciencia, no aquellos valores egoístas y desarraigados de los literatos. En otras palabras, era necesaria una reforma cultural.
Uno puede sentirse un tanto sorprendido por las afirmaciones de Snow. ¿Tan poca cabida tenía la ciencia en la educación de su época? ¿Tan egoístas e individualistas eran los literatos? ¿La separación tajante entre las ciencias y las humanidades es tan clara como lo era para Snow?
Varios estudios históricos del problema han sugerido en los últimos años que la respuesta a estas preguntas es negativa. En primer lugar, hay que entender a Snow en su contexto, un contexto de posguerra y declinismo. Podríamos definir el declinismo como esa tendencia general a pensar que todo tiempo pasado fue mejor.
En el periodo concreto en que Snow pronunció su conferencia (que más tarde se convertiría en su aclamada obra Las Dos Culturas), el Reino Unido aún se estaba recuperando de los horrores y las pérdidas de la guerra. No sólo la economía del país se había visto gravemente afectada por los seis años de encarnizada e ininterrumpida lucha contra Alemania, Italia y Japón, sino también su propia capacidad de producción intelectual.
El Reino Unido, bastión de grandes autores como Shakespeare, Dickens o Shelley, y de naturalistas como Darwin, no fue capaz de hacer frente a las grandes innovaciones técnicas, científicas y militares de naciones como Alemania, Estados Unidos o la URSS. Fue en parte esta situación la que provocó ese sentimiento de declinismo en varios de los intelectuales de la época, que consideraron que la hegemonía cultural de la literatura, el arte y la filosofía habían llevado a Gran Bretaña a convertirse en un país muy leído, pero inútil a la hora de enfrentarse a los retos que la nueva ciencia y las nuevas sociedades planteaban.
Al fin y al cabo, ¿cómo podrían enfrentarse a potencias que habían desarrollado la bomba de uranio si seguían recitando sonetos de Shakespeare en la escuela?
Esta fue una de las múltiples razones por las que nació el mito de las Dos Culturas: el miedo a no ser capaz de equipararse técnica y científicamente a las grandes potencias protagonistas de la vigente Guerra Fría. El debate generado por Snow, y que ha llegado hasta nuestros días, acerca de la separación cuasi natural entre científicos y literatos, no queda exento de ser comprendido en un contexto ideológico, social y de declinismo más amplio.
Pero, ¿cuál es la importancia de todo esto? Podemos considerar que sólo advirtiendo la contingencia de este contexto, la historicidad de todos los factores que motivaron a Snow a plantear este problema, seremos capaces de desmontar la falsa dicotomía que existe a día de hoy entre las Dos Culturas.
Si somos capaces de ver que fueron la guerra, un cierto complejo de inferioridad y una actitud pesimista hacia la ciencia de su propia nación las que llevaron a Snow a plantear la división necesaria entre las ciencias y las humanidades, podremos ver que dicha división no es tan natural como parece.
Y, así, podremos quitarnos de una vez de la cabeza la ingenua y anticuada idea de que el progreso intelectual, la innovación cultural y el bienestar social sólo pueden darse desde las ciencias.
Urko Gorriñobeaskoa, Doctorando en Historia y Filosofía de la Ciencia, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Esta entrada fue modificada por última vez en 17/05/2021 12:41
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