Probablemente esta sea la imagen más conocida de una bandera que se haya hecho nunca: Buzz Aldrin de pie junto a la primera bandera de EE UU clavada en la Luna. Pero para los que conocían la historia universal, también saltaron las alarmas. En la Tierra, hace menos de un siglo, clavar una bandera nacional en otra parte del mundo todavía equivalía a reclamar ese territorio. ¿Las barras y estrellas en la Luna significaron la creación de una colonia estadounidense?
Cuando la gente escucha por primera vez que soy un abogado que ejerce y enseña algo llamado «derecho espacial», la pregunta que me suelen hacer, muchas veces con una sonrisa o con un guiño, es: «Entonces, dime, ¿a quién pertenece la Luna?».
A lo largo de los siglos, reclamar nuevos territorios ha sido una costumbre muy europea puesta en práctica en zonas del mundo no europeas. Concretamente, Portugal, España, Holanda, Francia e Inglaterra crearon enormes imperios coloniales. Su actitud era muy eurocéntrica, pero la idea jurídica de que clavar una bandera sobre un territorio ajeno era una manera de proclamar su soberanía se estableció y aceptó inmediatamente, en todo el mundo, como parte integrante del derecho de gentes.
Como es obvio, los astronautas tenían en la cabeza cosas más importantes que pensar en el significado y las consecuencias legales de hundir esa bandera en el suelo lunar. Pero, por suerte, el problema se había resuelto antes de la misión. Desde el comienzo de la carrera espacial, Estados Unidos sabía que, para muchas personas, ver una bandera de EE. UU. en la Luna podría acarrear problemas políticos importantes. Cualquier indicio de que la Luna pudiera convertirse legalmente en parte del territorio de EE. UU. podría avivar esas preocupaciones y, posiblemente, provocar conflictos internacionales, perjudiciales tanto para el programa espacial de EE. UU. como para los intereses generales de ese país.
En 1969, la descolonización acabó con la idea de que las zonas no europeas del mundo, aunque estuvieran pobladas, no estaban civilizadas y, por tanto, estaban sujetas a la soberanía europea de forma justificada; sin embargo, no había ni una sola persona viviendo en la Luna, ni siquiera había rastro de vida.
Aun así, la respuesta simple a la pregunta de si Armstrong y Aldrin, por medio de esa ceremonia, convirtieron la Luna en territorio estadounidense es «no». Ni ellos, ni la NASA, ni el gobierno de Estados Unidos pretendían que clavar la bandera de EE. UU. tuviera ese efecto.
Esa respuesta estaba recogida en el Tratado sobre el Espacio Exterior de 1967, firmado tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética, así como por las demás naciones que realizaban actividades espaciales. Ambas superpotencias coincidieron en que la colonización terrestre había producido mucho sufrimiento y había causado muchos conflictos armados a lo largo de los últimos siglos. Cuando hubo que decidir el estatus jurídica de la Luna, no quisieron repetir el error de las antiguas potencias coloniales europeas; había que evitar la posibilidad de una apropiación de tierras en el espacio exterior que diese lugar a otra guerra mundial. De este modo, dos años antes del primer alunizaje tripulado, la Luna se convirtió en una especie de patrimonio mundial, accesible legalmente para todos los países.
Por tanto, el izado de la bandera de EE. UU. no fue una declaración de soberanía, sino una manera de honrar a los ingenieros y a los contribuyentes estadounidenses que hicieron posible la misión de Armstrong, Aldrin y Michael Collins, el tercer astronauta. Los dos primeros dejaron una placa en la que se leía: “Vinimos en son de paz en nombre de toda la humanidad”, y, por supuesto, hay que recordar las famosas palabras de Neil Armstrong: su “pequeño paso para el hombre” no era un “gran salto” para Estados Unidos, sino “para la humanidad”. Es más, Estados Unidos y la NASA cumplieron con su compromiso al compartir las rocas lunares y otras muestras del suelo de la superficie lunar con el resto del mundo, bien al entregárselas a gobiernos extranjeros o bien al permitir que científicos de todo el planeta accediesen a ellas para analizarlas. También científicos de la Unión Soviética, a pesar de estar en plena Guerra Fría.
Caso cerrado. ¿Entonces ya no son necesarios los abogados espaciales? ¿Ya no tengo que preparar a mis estudiantes de derecho espacial de la Universidad de Nebraska-Lincoln para futuros debates y conflictos sobre legislación lunar?
No tan rápido. Si bien la situación jurídica de la Luna como patrimonio mundial accesible para todos los países en misiones pacíficas no encontró ninguna oposición, el Tratado sobre el Espacio Exterior dejó sin resolver otras cuestiones. En contra de lo que se esperaba en aquellos años, desde 1972 el hombre no ha vuelto a la Luna, por lo que los derechos del territorio lunar son, en gran medida, teóricos.
Hace pocos años se retomaron los planes para volver a la Luna. Y al menos dos empresas estadounidenses , Planetary Resources y Deep Space Industries, que cuentan con un importante respaldo financiero, han comenzado a hacer planes para explotar los recursos minerales de los asteroides. Un apunte friki: en el marco del Tratado sobre el Espacio Exterior antes mencionado, la Luna y otros cuerpos celestes como los asteroides, pertenecen legalmente a la misma categoría. Ninguno puede convertirse en territorio de un estado soberano.
La prohibición de hacerse con un nuevo territorio espacial mediante la colocación de una bandera o por cualquier otra vía, establecida en el Tratado sobre el Espacio Exterior, no logró abordar la explotación comercial de los recursos naturales de la Luna y de otros cuerpos celestes. Se trata de un gran debate que todavía carece de solución. Grosso modo, existen dos interpretaciones posibles.
Países como Estados Unidos y Luxemburgo (miembro de la Unión Europea) coinciden en que la Luna y los asteroides son patrimonio mundial, lo que significa que cada país permite que sus empresas salgan al espacio y extraigan lo que puedan para intentar ganar dinero, siempre y cuando tengan la autorización correspondiente y cumplan otras normas aplicables del derecho espacial. Es algo similar a lo que ocurre con la legislación que afecta a las aguas internacionales, que no están bajo el control de ningún país concreto, sino que están abiertas para que los ciudadanos o empresas de cualquier país lleven a cabo operaciones de pesca debidamente autorizadas y respetando la ley. Más tarde, cuando el pez está en la red, es legalmente suyo y puede venderlo.
Por otra parte, países como Rusia y, de forma algo menos explícita, Brasil y Bélgica sostienen que la Luna y los asteroides pertenecen a la humanidad en su conjunto. Por tanto, los posibles beneficios de su explotación comercial deberían corresponder al conjunto de la humanidad, o al menos deberían estar sujetos a un régimen internacional riguroso que garantizase que los beneficios fuesen para toda la humanidad. Se parece al régimen establecido inicialmente para la extracción de recursos minerales de los fondos marinos. En este caso se creó un régimen internacional de autorizaciones, así como una organización internacional que debía administrar esos recursos y repartir los beneficios entre todos los países.
Desde mi punto de vista, si bien es cierto que la primera posición tendría más sentido tanto a nivel legal como a nivel práctico, la batalla legal no ha terminado, ni mucho menos.
Mientras tanto, el interés por la Luna se ha reactivado, ya que al menos China, India y Japón tienen planes en firme para volver, lo que aumenta aún más el interés.
Así que en la Universidad de Nebraska-Lincoln tendremos que instruir a nuestros estudiantes sobre estas cuestiones durante los próximos años. Corresponde al conjunto de los estados decantarse por una de las dos posiciones o quizás por una solución intermedia. Un acuerdo es de vital importancia. Llevar a cabo estas actividades sin una legislación aceptada por todos sería el peor escenario posible. Aunque ya no sea una cuestión de colonización, el resultado podría ser igual de perjudicial.
Frans von der Dunk, Professor of Space Law, University of Nebraska-Lincoln
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 10/01/2020 22:30