En diciembre de 2021, los astrónomos observaron una estrella similar al Sol, por lo demás anodina. De pronto, se dieron cuenta de que parpadeaba de un modo inusual. Durante unos meses, la luz visible que llegaba de la estrella seguía cambiando. A veces prácticamente desaparecía, se oscurecía, antes de recuperar su brillo anterior.
La estrella, que se encuentra a unos 1 800 años luz de la Tierra, recibió el nombre de ASASSN-21qj, en honor al proyecto ASASN-SN liderado por la Universidad Estatal de Ohio (EE. UU.).
Un apagón extraño
Este tipo de oscurecimiento no es infrecuente. Generalmente se atribuye al momento de transferencia de material entre la estrella y la Tierra. Si no hubiera sido por un astrónomo aficionado llamado Arttu Sainio, ASASSN-21qj se habría añadido sin más repercusión a una lista cada vez más larga de observaciones similares.
Pero Sainio comentó en redes sociales que, alrededor de dos años y medio antes de que se viera el apagón, la emisión de una luz infrarroja procedente de su ubicación había aumentado aproximadamente un 4 %. Y esto no era lo acostumbrado. La luz infrarroja la emiten con mayor intensidad objetos a temperaturas relativamente altas, de unos cientos de grados centígrados.
El matiz destacado por Sainio planteó dos preguntas: ¿estaban relacionadas las dos observaciones? y, de ser así, ¿qué demonios estaba ocurriendo alrededor de ASASSN-21qj?
Cataclismo planetario
En un artículo publicado en Nature proponemos que ambos conjuntos de observaciones podrían explicarse si lo que observamos no es una estrella, sino el destello resultante de una colisión cataclísmica entre dos planetas.
Se cree que los impactos gigantes, como se conoce a este tipo de colisiones, son comunes en las etapas finales de la formación de los planetas. Determinan el tamaño final, la composición y el estado térmico de los planetas y moldean las órbitas de los objetos de esos sistemas planetarios.
En nuestro sistema solar, atribuimos a impactos masivos la extraña inclinación de Urano, la alta densidad de Mercurio, o incluso la formación de la Luna.
Sin embargo, hasta ahora teníamos pocas pruebas directas en la galaxia de impactos masivos en curso.
Cómo explicamos que lo observado es un destello
Consideramos que la colisión masiva entre dos gigantes habría necesitado liberar más energía en las primeras horas tras el impacto. El material de los cuerpos en colisión se habría sobrecalentado y fundido, vaporizado o ambas cosas. El impacto habría formado una masa de material caliente y brillante cientos de veces mayor que los planetas originales.
El brillo infrarrojo de ASASSN-21qj fue observado por el telescopio espacial WISE de la NASA. WISE sólo observa la estrella cada 300 días aproximadamente, por lo que probablemente no vio el destello inicial del impacto.
Un nuevo planeta
Sin estamos en lo cierto, el cuerpo planetario expandido producido por el impacto tardará mucho tiempo, quizá millones de años, en enfriarse y encogerse hasta convertirse en algo que podríamos reconocer como un nuevo planeta.
Al principio, cuando este “cuerpo post-impacto” estaba en su máxima extensión, la luz emitida podría haber producido el brillo infrarrojo que vimos.
El impacto también habría expulsado grandes penachos de escombros en distintas órbitas alrededor de la estrella. Una parte de estos restos se vaporizó por el choque y se condensó en nubes de diminutos cristales de hielo y roca.
Con el tiempo, parte de esta nube de material pasó entre ASASSN-21qj y la Tierra, bloqueando una fracción de la luz visible de la estrella y produciendo el oscurecimiento errático.
Si nuestra interpretación de los acontecimientos es correcta, el estudio de este sistema estelar podría ayudarnos a comprender un mecanismo clave para la formación de planetas.
A partir del limitado conjunto de observaciones que tenemos hasta ahora, hemos aprendido algunas cosas muy interesantes. En primer lugar, para emitir la cantidad de energía observada el cuerpo post-impacto debe haber sido varios cientos de veces del tamaño de la Tierra.
Para crear un cuerpo tan grande, los planetas que colisionaron debían tener cada uno varias veces la masa de la Tierra. Posiblemente serían tan grandes como los “gigantes de hielo” Urano y Neptuno.
En segundo lugar, estimamos que la temperatura del cuerpo tras el impacto era de unos 700 ⁰ C. Para que la temperatura descendiera tanto, los cuerpos que colisionaron no podían estar hechos totalmente de roca y metal.
Gigantes de hielo
Las regiones exteriores de al menos uno de los planetas deben haber contenido elementos con bajas temperaturas de ebullición, como el agua. Por tanto, pensamos que hemos asistido a una colisión entre dos mundos similares a Neptuno, ricos en hielo.
El retraso que se observó entre la emisión de luz infrarroja y la observación de los restos que cruzaban la estrella sugiere que la colisión tuvo lugar bastante lejos de la estrella, más lejos de lo que la Tierra está del Sol.
Un sistema de este tipo, en el que hay gigantes de hielo alejados de la estrella, se parece más a nuestro sistema solar que a muchos de los sistemas planetarios apretados que los astrónomos suelen observar alrededor de otras estrellas.
Lo más emocionante de todo esto es que podremos seguir observando la evolución del sistema durante muchas décadas y poner a prueba nuestras conclusiones.
Futuras observaciones, con telescopios como el JWST de la NASA, determinarán los tamaños y composiciones de las partículas de la nube de escombros, identificarán la química de las capas superiores del cuerpo que se formó tras el impacto y seguirán la pista de cómo se enfría esta masa caliente de escombros. Puede que incluso veamos aparecer nuevas lunas.
Todo ello nos ayudará a comprender mejor cómo los impactos gigantes dan forma a los sistemas planetarios. Hasta el momento, los únicos ejemplos que teníamos eran los ecos de los impactos en nuestro propio sistema solar. Ahora podremos ver el nacimiento de un nuevo planeta en tiempo real.
Simon Lock, NERC Research Fellow, School of Earth Sciences, University of Bristol; Matthew Kenworthy, Associate professor in Astronomy, Leiden University y Zoe Leinhardt, Associate Professor, School of Physics, University of Bristol
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.