“Our first line of defense”.
“Nuestra primera línea de defensa”. Tal fue el calificativo empleado en octubre de 1945 por el Secretario de Guerra norteamericano, Robert P. Patterson, para referirse a los laboratorios del país. La experiencia del conflicto mundial, recién terminado, puso de relieve la importancia de disponer de un sistema nacional de I+D. Su aportación se consideraba provechosa para aumentar la innovación del aparato productivo, mejorar las condiciones de vida de la población, y respaldar la seguridad y el liderazgo internacional de Estados Unidos. La rivalidad con la Unión Soviética apuntaló en los años siguientes la estrecha relación entre ciencia y gobierno. La competición científico-tecnológica fue un factor clave de la Guerra Fría.
La Big Science: big money, big equipment, and big teams (“La gran ciencia: mucho dinero, mucho equipamiento y mucho personal”) movilizó a sectores de vanguardia del país americano. Empresas, laboratorios industriales y centros universitarios colaboraron en áreas que fusionaban ciencias puras, tecnología e ingeniería. El Estado federal animó y financió el proceso.
El desarrollo y aplicación de la energía nuclear constituyó un ejemplo temprano de esa conducta, con la creación de la Atomic Energy Commission (AEC) en 1946.
Otro hito destacado tuvo lugar después del lanzamiento del satélite soviético Sputnik I, en 1957, que puso en cuestión la primacía científico-técnica ejercida por Estados Unidos hasta entonces. Poco después se estableció la National Aeronautics and Space Administration (NASA), encargada de contrarrestar el desafío soviético. A partir de ese momento empezaron a sobrevolar la Tierra satélites que estudiaban la composición de la atmósfera, las radiaciones solares, la meteorología y las telecomunicaciones, entre otros grandes objetivos.
En paralelo, Estados Unidos empezó a desplegar una cooperación científica internacional. Por un lado, contribuía a la generación de conocimiento; por otro, servía para fidelizar aliados y trasladar sus concepciones y métodos a otros países.
La influencia norteamericana estuvo presente por esa vía en la proliferación de organismos internacionales con fines científicos, que abarcaron una variada gama de materias. ¿Dónde se situaba España en aquel panorama científico y político gestado con la cristalización de la Guerra Fría?
La dictadura franquista, implantada violentamente como consecuencia de la guerra civil, se propuso llevar a cabo una política económica autárquica y una industrialización de fuerte impronta militar. No contaba para ello ni con inversiones suficientes ni con empresas capaces de afrontar semejantes retos. Tampoco con una comunidad científico-técnica que los respaldase. Una parte vital de sus componentes había quedado diezmada o relegada a consecuencia de la represión, las depuraciones y el exilio a que les sometieron los vencedores en la contienda. En principio, se recurrió a la Alemania nazi como principal socio exterior para compensar tales carencias. Pero su derrota en la guerra mundial dio al traste con tales proyectos.
Hubo que esperar a los años cincuenta para disponer de una alternativa. Estados Unidos se convirtió en lo sucesivo en el interlocutor privilegiado para acometer una modernización del tejido productivo, militar y científico-técnico español.
La dialéctica de la Guerra Fría hizo realidad lo que unos años antes habría resultado inconcebible. El interés norteamericano por disponer de bases militares en España justificó aquel vínculo contra natura, plasmado en los acuerdos de 1953
La subordinación a los intereses estratégicos de la potencia mundial, asumida sin reservas por el franquismo, tuvo efectos en otros terrenos. La compra de tecnología norteamericana, junto a la llegada de inversiones, empresas y expertos de idéntica procedencia, reanimaron el tejido industrial español. Los recursos dedicados al adiestramiento militar acercaron la instrucción y sistemas operativos de una parte de las Fuerzas Armadas a los estándares de la OTAN. La americanización .
Formación de cuadros, transferencia de conocimientos y métodos, dotación de instrumental y publicaciones actualizadas, junto al acceso a organismos internacionales, compusieron .
Tanto en la energía nuclear y el ciclo del uranio como en la investigación aeronáutica, sectores que combinaban la vertiente militar y económica con el plano científico-técnico, se produjo una convergencia de intereses entre ambos gobiernos. El resultado fue el establecimiento en España de los primeros reactores nucleares experimentales y la instalación de estaciones de seguimiento de vehículos espaciales. La ayuda norteamericana abrió también nuevas posibilidades en otros campos.
Junto a esa labor se desplegó una campaña de persuasión hacia audiencias más amplias, para convencerlas de la capacidad de la ciencia norteamericana para modelar el futuro, mostrar las ventajas de la cooperación bilateral y reforzar el liderazgo de Estados Unidos.
Las imágenes de sus avances ejercían una fascinación notable en una sociedad que a duras penas abandonaba la miseria arrastrada desde la posguerra civil tras más de un decenio de penalidades.
El desafío atómico y la carrera espacial constituyeron dos temas estrella, en consonancia con su protagonismo en la rivalidad entre las dos superpotencias. El relato propagandístico de las hazañas de Estados Unidos, unido a las experiencias de quienes acudieron al otro lado del Atlántico a completar su formación, realzaron el papel de la ciencia americana en España.
La trayectoria de aquel proceso se ilustra en la exposición Ciencia, Diplomacia y Guerra Fría en la España de Franco, que ha recorrido las sedes del Instituto de Gestión de la Innovación y el Conocimiento (Valencia) y el Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología (Salamanca), y se encuentra actualmente en la Universidad Pública de Navarra (Pamplona).
Las imágenes que alberga nos muestran los grandes hitos de aquella diplomacia científica en tiempos de Guerra Fría, desde la llegada a Nueva York del primer submarino de propulsión atómica (USS Nautilus) a la visita a España de los astronautas que alcanzaron la Luna (¡Olé, Astronautas!).
Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, Investigador del CSIC. Historia y Relaciones Internacionales, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC) y Esther M. Sánchez Sánchez, Profesora Titular. Dpto. de Economía e Historia Económica, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 11/11/2022 22:19
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