El programa espacial ruso mostró su máximo apogeo alrededor de principios de la década de 2010. Pese a que SpaceX ya había debutado su Falcon 9, este aún no había logrado ser aterrizado, mucho menos reutilizado. Por eso, la alta capacitación rusa, la falta de sanciones, los precios competitivos gracias a su menor nivel de vida eran una fuerte alianza.
Una época de esplendor
Mientras que el final del siglo XX y el principio del XXI, se caracterizaron por una absoluta decadencia, la segunda década, al menos su inicio sonrío a Rusia. Pese a la caída de la Unión Soviética, los dos países que se quedaron con su industria espacial trabajaban a toda máquina y suponían una importante fuente de ingresos para sus gobiernos. Ucrania y Rusia colaboraban intensamente en multitud de proyectos y aún fabricaban a medias varios cohetes.
Esto saltaría por los aires en 2014, con la primera fase de la invasión del primero por parte del segundo, pero hay un hecho anecdótico que cronológicamente está curiosamente situado. El Proton M era el caballo de batalla de Rusia para sus cargas más pesadas. Por ejemplo, los satélites de la constelación GLONASS, el equivalente ruso al GPS estadounidense. Teóricamente se encontraba a las puertas de ser reemplazado, su sustituto el Angara 5, voló por primera vez en el verano de ese mismo 2014. Sin embargo, ese reemplazo, a día de hoy, no ha llegado a producirse creando una duplicidad absurda.
Además, se produjo en un contexto violento literalmente por la invasión de Ucrania, pero también más metafísico por el accidente del sustituido el año anterior.
Saltaron las costuras
Este accidente fue particularmente estrambótico. Primeramente, solo se tenían las imágenes en que se veía al cohete despegar, y apenas unos segundos después empezar a tambalearse. Inicialmente se pensó que era el propio cohete intentando salvarse, pues se veían giros extremos del sistema de empuje vectorial de los motores. Sin embargo, la investigación posterior desveló que esto fue solo la consecuencia de un error anterior.
Ese fue un error humano, pero uno contra el que se habían tomado medidas. Resultó que uno de los sensores de velocidad angular se situó boca abajo, en dirección contraria a donde debería apuntar. Esto provocó que el cohete al despegar creyese que se encontrase «dado la vuelta». Y en consecuencia activó sus sistemas de corrección de trayectoria. Estos funcionaron correctamente, pero sobre unos datos erróneos.
Lo estrambótico de la historia empieza cuando se supo que solo tenía una forma de encajar. Por eso, para hacerlo entrar en su sitio, el operario que instaló el equipo lo hizo a martillazos.
Esta curiosa anécdota se sitúa cronológicamente de forma que encaja en el comienzo del fin de la edad de plata de la cosmonáutica. De apuntar a las estrellas, Roscosmos ha pasado a una irrelevancia casi total y cada día más cerca de perder un tercer puesto en la escala de potencias espaciales que vive del pasado. Sin embargo, esta anécdota tiene una mejora, y es que no solo los rusos son capaces de semejante estropicio. El Vega, el cohete europeo ligero, sufrió un problema de idéntico resultado aunque menos espectacular al suceder en su tercera etapa.