Un estudio recién publicado expone que cuando algunos meteoritos se estrellaron contra la Tierra transportaban azúcar extraterrestre.
Para evitar que los seguidores del escritor de ciencia ficción Ray Bradbury se vengan arriba, conviene aclarar que los autores de la investigación, entre los que se cuentan dos sesudos científicos de la Nasa, no han encontrado un saco de azúcar de mesa, sino trazas de azúcares, como ribosa, en muestras de polvo obtenidas de dos meteoritos. En total, 11 partes por mil millones (ppmm) en el meteorito NWA 801 y 180 ppmm en el Murchison.
El ARN es una biomolécula presente en todos los organismos conocidos, y la ribosa es uno de sus componentes fundamentales. El ARN es responsable de copiar la información genética almacenada en el ADN y de entregar esos datos a las estructuras celulares responsables de producir las proteínas que los organismos necesitan para vivir.
Esta es la primera vez que estos azúcares bioesenciales se han detectado en meteoritos. En otros fragmentos de cuerpos celestes se hallaron anteriormente algunos componentes básicos importantes de la vida, como aminoácidos y nucleótidos (componentes del ADN y ARN), pero nunca azúcares. Hasta ahora.
El hallazgo llega diez años después de que una página la Nasa anunciara que la glicina, uno de los 20 aminoácidos que forman las proteínas y, por tanto, un ingrediente clave para la vida, había sido detectada en muestras de polvo recogidas por la sonda espacial Stardust cuando se acercó a tan solo 236 km del núcleo del cometa Wild 2. Las muestras de polvo de la cola llegaron encapsuladas a la Tierra en enero de 2006, culminando así el viaje de más de 5 000 millones de kilómetros.
La cuestión del origen de la vida terrestre ha generado un campo de estudio especializado de la astrobiología, cuyo objetivo es dilucidar cómo y cuándo surgieron los primeros compuestos orgánicos y cómo pudieron ensamblarse para formar las primeras y más sencillas células, las de procariotas como las bacterias.
Las hipótesis más aceptadas por la comunidad científica asumen que la vida surgió en la Tierra a partir de materia inorgánica terrestre en algún momento entre hace 4 500 millones de años (MA), cuando se dieron las condiciones para que el vapor de agua pudiera condensarse por primera vez, y 2 700 MA, cuando la proporción entre algunos isótopos estables de carbono, hierro y azufre induce a pensar en un origen biogénico de los minerales y sedimentos de esa época. Los biomarcadores moleculares indican que ya existía la fotosíntesis.
Frente a estas hipótesis, otros científicos, partidarios de las hipótesis exogenéticas reunidas bajo el nombre de “panspermia”, apoyan un origen extraterrestre de la vida. Este habría tenido lugar durante los últimos 13 700 MA de evolución del universo tras la explosión primigenia del Big Bang.
La palabra panspermia, de origen griego, significa “semillas por todas partes”. Los partidarios de esta hipótesis sugieren que las “semillas” de la vida están diseminadas por todo el universo y que fueron “sembradas” en nuestro planeta.
No es mi propósito hacer una revisión de los diferentes modelos en que se ramifica –a veces disparatadamente, con sus ingenieros extraterrestres y todo– el cuerpo doctrinal panspérmico. Los interesados encontrarán cumplida respuesta a su curiosidad en este enlace o, simplemnte, tecleando en el buscador “polvo de estrellas”.
Un clarificador resumen del origen de la llamada “panspermia dirigida”, tal y como fue formulada por el Premio Nobel Francis Crick en 1971, puede encontrarse en el libro de Javier Sampedro Deconstruyendo a Darwin (Crítica, 2007).
Para lo que aquí nos ocupa, en relación con los recientes hallazgos, interesa distinguir entre las dos variantes principales en que puede ser escindida la panspermia: celular y molecular.
La hipótesis de la panspermia celular sostiene un origen de la vida terrestre a partir de microorganismos extremófilos. Estos se habrían formado en algún lugar del universo para llegar hasta la Tierra viajando como polizones en algún asteroide o cometa que hubiera impactado sobre su superficie.
Los partidarios de la panspermia molecular también defienden que la vida terrestre surgió gracias a una lluvia de materiales procedente de asteroides y cometas que se precipitó sobre la Tierra primitiva. Esto trajo consigo moléculas orgánicas relativamente complejas, pero sin alcanzar el sofisticado nivel celular.
Quienes sostienen esta segunda hipótesis la apoyan en el hecho de que los componentes orgánicos son comunes en el espacio, especialmente en el sistema solar exterior, donde las sustancias volátiles no se evaporan por calentamiento.
Las pruebas más sólidas de esta hipótesis se encuentran en las muestras de moléculas orgánicas halladas en algunos meteoritos como el AH84001 encontrado en la Antártida en 1984, que fueron objeto de fuertes controversias en las revistas Science y Geochimica et Cosmochimica Acta, y del propio meteorito Murchison, encontrado en Australia en 1969, cuyas biomoléculas han sido objeto de varias publicaciones.
Además, el telescopio espacial Spitzer detectó la década pasada una estrella, la HH46-IR, que se está formando en un proceso similar al Sol, en cuyo halo material hay una gran variedad de moléculas que incluyen compuestos de cianuro, hidrocarburos e hidróxido de carbono. Los hallazgos del Spitzer parecen apoyar el origen de la vida a partir de hidrocarburos aromáticos policíclicos, como sostiene la hipótesis PAH World, propuesta por Simon Nicholas Platts en 2005, que hasta ahora no ha sido probada.
Aunque ninguna de las dos variantes de la panspermia resuelve el problema del origen de la vida, sino que despeja al graderío del universo la enigmática pelota que se juega sobre la Tierra, son los científicos partidarios de la panspermia molecular los que ven reforzadas sus posiciones gracias al hallazgo de la Stardust y del estudio que acaba de publicarse.
En cualquier caso, y por quitarle hierro al asunto, si quiere divertirse leyendo modelos alternativos desde un punto de vista excéntrico, pero bien fundamentado, no deje de leer el libro Los orígenes de la vida (Cambridge University Press, 1999), del físico, matemático y divulgador inglés Freeman J. Dyson. Les encantará, seguro.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.