Mongolia, viajamos al corazón de Asia. Acompáñanos en un viaje apasionante por las increíbles tierras de Mongolia. Es la hora de la aventura, de descubrir gente extraordinaria y paisajes de ensueño.
José Rambaud
Mongolia, el país del «eterno cielo azul”. Hace años ni imaginaba que pudiera ir algún día. Tras visitar algunas zonas de Asia Central, se fue despertando un interés especial por recorrer parte de ese remoto país, aún hoy bastante desconocido; me preguntaba mucha gente cuando decía donde iba:
«¿ Mongolia ? ¿ Y allí que hay que ver ?»
Tras unas jornadas por el desierto del Gobi, un lugar excepcional, me trasladé desde Ulán Bator, la capital, a la extrema y más remota región del país, Bayan-Olgiy, en un vuelo interno de casi tres horas. Aeropuerto pequeño, donde el equipaje es pesado en básculas manuales y los baños se limitan a una caseta de madera a las afueras. El viaje promete. Paisaje árido, con cumbres coronadas por glaciares, calles sin asfaltar y mezquitas.
En este “aimag” (provincia) el Budismo mayoritario en Mongolia da paso al Islam, con fuertes influencias chamánicas heredadas de las antiguas tribus nómadas que se asentaron aquí sobre todo en el siglo XIX, procedentes de la vecina Kazajistán. De hecho, los habitantes de Bayan-Olgiy son kazajos y su idioma es también el kazajo, de la familia de lenguas túrquicas.
El objetivo del viaje en si era visitar el Parque Nacional de Tavan Bogd, donde se encuentran los picos más altos del país, en el Macizo de Altai, “las montañas doradas”, que conocía dese pequeño a través de revistas y libros de geografía ( “doradas” pero inalcanzables pensaba entonces).
Llegar a la entrada del parque no es fácil. Contraté un 4×4 con conductor guía ( hacerlo sólo es complicado, los caminos no están asfaltados, tramos de arenales, piedras, fuertes desniveles y ríos que cruzar, algunos con considerable caudal. El pinchazo del neumático es seguro, la duda es dónde será, en mi caso llegando a primer destino a más de 200 km por carriles desde la Olgii, la capital de la provincia).
Se comparte alojamiento en ger, la vivienda tradicional de gran parte de Asia Central, con los pastores seminómadas de la región, que en verano – bien corto – suben con sus rebaños a pastar con sus águilas reales que son parte de la familia. En el Ger, de firme estructura desmontable de madera y bien forrada para soportar las bajísimas temperaturas y las fuertes ventiscas, las “camas” se disponen de formar circular, donde dormimos cada uno en la suya pero todos juntos, las de “matrimonio” disponen de una “discreta” y colorida cortina se supone que para preservar la intimidad.
En el centro, una estufa que se enciende y mantiene con boñigas secas de vaca y yak, ya que la madera escasea en la estepa. Sirve para cocinar y mantener caliente el recinto…. Hasta que llega la madrugada, se apaga, y no te quedan más trapos que echarte encima.
Te levantas con el sol, si la nieve no te lo impide, el amanecer en este lugar es para vivirlo. Es difícil expresar qué se siente. Desde casa vemos lugares como remotos o perdidos, cuando estás allí, pues parece que no está tan perdido. Has llegado, te preguntas si es real, te mimetizas con el entorno y la gente, y en poco tiempo empiezas a interiorizar y aceptar que ese momento, tal vez único, es tan palpable como tu día a día.
Refuerzo mi convicción de que los viajes, más allá del hecho de desplazarte, es un estado mental. Para mi siempre positivo. No me gusta crearme altas expectativas sobre los mismos ( no pienso voy a ver “un mágico atardecer en las Montañas Doradas, porque es posible que la meteorología u otros imprevistos te abran una inesperada y emocionalmente abrumadora nueva perspectiva).
Así me ocurrió en Altai, viví las ventiscas – temporales de nieve y viento- más fuertes que he visto, a cientos de kilómetros del lugar poblado más cercano, por caminos que temporalmente dejan de existir, sin cobertura telefónica, sin baños, duchas… bebiendo te con sal hecho con agua y leche – litros al día -, comiendo pan recién hecho en improvisados hornos y carne seca de vaca, yak o cabra mezclada con las escasas verduras o patatas que pueden llegar allí… y te saben exquisitas. Sales del ger con el vaso de te hirviendo entre las manos y te sientas sobre la nieve a mirar lo que la naturaleza te ofrece. No tengo que pedir más. Las familias te preguntan ( del kazajo al inglés del conductor) qué te lleva allí, por qué ese lugar…. Les señalo mi vaso de té, mientras me sirven otro, señalo el fuego, los niños que no dejan de observarte, el «ladrido» de las marmotas o el aullido lejano de los lobos en la montaña…. Todo eso con lo que no contaba me ha llevado allí. El tiempo transcurre en otra dimensión, los ciclos vitales se vuelven más básicos y tantas “necesidades” como tenemos habitualmente, se esfuman. ¿ Y los miedos ? ¿ y si me pasa algo, y si enfermo, y más y todos sus «y si» posibles… ? Pues sin problema, porque no aparecen. El destino, mi destino, mi yo me ha llevado allí. Con todas las consecuencias. No me preocupa qué pueda pasar. Ni me lo planteé nunca.
Me apasionan muchos temas, la geografía, la historia, geología, fauna, meteorología, el cielo nocturno, conocer otra gente, comprobar que hay muchísimas formas formas de ver y entender la vida… Y todo eso se cumplió en esos días compartidos los kazajos de el extremo oeste de Mongolia, ya no tan remoto, no tan perdido, para nada inhóspito aunque la nieve te llegue más arriba de las rodillas y tengas que lavarte la cara en un riachuelo de orillas congeladas. La Vía Láctea en la inmensidad de la estepa o asomando por los picos de Altai, las bandadas de cisnes y grullas damisela que empezaban su camino al subcontinente indio para pasar el invierno tras al estiaje en Siberia, los escasos bosques de media montaña teñidos de rojo y amarillo por el otoño que allí llega mucho antes que aquí.
Y al final, cuando te vas ( porque todo llega ), te despiden esparciendo con un cazo leche de yak al aire, en señal de agradecimiento por la visita y también de deseo de buen retorno… ¿ a la vida real ? No, esos días de tu vida son tan reales como el resto. O más, llegan a ser vivencias, experiencias que dejan huella en la personalidad, de esas que te marcan un antes y un después.