Invasiones, amenazas y cabezas nucleares rusas: de 1962 a 2022
Pablo Pérez López, Universidad de NavarraEl comandante militar soviético y ministro de Defensa entre 1957 y 1967 Rodion Malinovski había nacido en Odesa en 1898. Combatió en Stalingrado y fue puesto al mando de los ejércitos que expulsaron a los alemanes de Ucrania. Stalin le nombró mariscal ese mismo año. Su comisario político en Stalingrado había sido Nikita Jrushchov.
En 1962 Jrushchov estaba al frente de la Unión Soviética y Malinovski era su ministro de Defensa. Una mañana soleada de mayo de ese año el líder soviético confió al ministro su plan: ¿Por qué no le metemos un erizo al Tío Sam en los calzoncillos?“, preguntó Nikita Jruschov.
Pese a la oposición que encontró en el Politburó, Jruschov sacó adelante su designio: la URSS envió a Cuba misiles con cabezas nucleares, instaló rampas para su lanzamiento y trasladó a la isla unos 50 000 soldados de su ejército. El gobierno Cubano, con Fidel Castro a la cabeza, que había iniciado la aproximación a Moscú a través de Raúl Castro y Ernesto Che Guevara en 1960, estaba exultante. Cualquier amenaza de invasión por parte de los Estados Unidos debería enfrentarse ahora a una formidable capacidad de respuesta.
El 14 de octubre de 1962 un avión de la fuerza aérea norteamericana obtuvo evidencias fotográficas que mostraban parte del "erizo” a la administración Kennedy. Dos días después, el presidente reunió a su comité ejecutivo y se planteó cómo responder.
El bloqueo a la isla de Cuba
Se optó por la respuesta militar: un bombardeo que se dudaba si debía ser quirúrgico o masivo. Parte del gabinete presidencial se asustó y presionó para rebajar el tono de la respuesta. Se optó por un bloqueo de la isla al que se denominó “cuarentena” con la pretensión de que no fuera visto como el acto de guerra que era.
El día 22, los soviéticos recibieron la noticia. Comenzó la complicada elaboración de una respuesta. Mientras tanto, las fuerzas armadas norteamericanas iniciaban unas maniobras en Florida que podrían ser la preparación de una invasión y eran llevadas al nivel de alerta inmediata al máximo, que supondría el desencadenamiento de una guerra nuclear.
El “farol” de Jrushchov frente a EE.UU.
Parece que Jrushchov no fue consciente de lo arriesgado de su punzante apuesta hasta que no se encontró ante el riesgo de que los misiles americanos comenzaran a volar rumbo a Moscú. Hasta entonces había manejado hábilmente el desafío nuclear como un “farol” frente a los americanos. Se dio cuenta tarde de que había ido demasiado lejos y que podía provocar efectivamente una guerra nuclear con todas sus desastrosas consecuencias.
Los dos bandos se asomaron al precipicio de una guerra que tendría mucho de daño autoinfligido, pero ni el miedo ni el vértigo del momento podían garantizar que aquello no fuera a suceder. Más bien dio la impresión de que iba camino de ocurrir casi irremediablemente.
Comenzó entonces una enrevesada negociación a distancia que culminó con un acuerdo el día 28: la URSS retiraría sus misiles de Cuba a cambio del compromiso estadounidense de no invadir la isla y, sin que se hiciera público, del desmantelamiento de los misiles norteamericanos en Turquía.
Dos años más tarde, en octubre de 1964, el politburó destituyó a Jrushchov de sus funciones. Entre las duras acusaciones que se le hicieron, la mayor parte sobre política interna, estuvieron algunas relacionadas con la crisis cubana: su actitud irresponsable y aventurera había provocado una peligrosísima crisis de consecuencias imprevisibles y había conseguido que se deteriorara la influencia soviética en América.
Un paralelismo con la situación actual
Los paralelos con la actual situación en Ucrania son numerosos e interesantes, con un predominio de visión inversa. El invasor es ahora Rusia, la fuerza de contención externa, la OTAN.
El acercamiento ucraniano a Occidente ha sido una tendencia creciente cuajada en hechos desde la independencia del país en 1991. La influencia rusa, por otra parte, nunca ha sido despreciable, pero sí decreciente. La actitud del Kremlin, inicialmente tolerante, se fue haciendo cada vez más suspicaz hasta convertirse en hostilidad hacia Occidente a finales de la primera década del siglo. La vuelta de Vladimir Putin a la presidencia en 2012 significó una acentuación de esa hostilidad. El nacionalismo oficial ruso se hizo más estridente y antioccidental o, como diría Putin, antianglosajón.
En 2014 Rusia decidió cruzar la línea roja: de manera solapada, mediante aquellos “hombres verdes” sin insignias que todos identificaban como tropas rusas, violó las fronteras que se había comprometido a respetar en el Memorándum de Budapest de 1994. Occidente reaccionó con sanciones más bien tímidas. La acción de fuerza, camuflada de “no guerra” inició un enfrentamiento sordo que ha durado ocho años.
El 22 de febrero de 2022 una nueva “acción militar especial”, una auténtica invasión de Ucrania después de unas amenazadoras maniobras militares, puso al mundo ante el dilema de cómo responder al desafío.
La eficacia militar rusa en entredicho
La respuesta ha sido una intensa resistencia militar ucraniana con apoyo occidental que ha demostrado que la eficacia militar rusa tiene parte de “farol”. Rusia podría perder la guerra. Ante un escenario así, su dilema vuelve a ser el recurso a la fuerza nuclear, esta vez para sostener la agresión.
Se ha ido mucho más lejos de lo que se fue en Cuba. Nadie ha instalado misiles nucleares en Ucrania, al contrario, se retiraron a cambio de un compromiso de respeto de sus fronteras que Rusia ha violado. El país ha sido invadido, privado por la fuerza de su soberanía en parte de su territorio con la amenaza de arrasarlo si no lo consiente.
Esto hace tiempo que ha dejado de ser una amenaza. Recuerda más la insensata insistencia de Castro en 1962 de usar cuanto antes armas nucleares contra el ejército norteamericano. Jrushchov no se lo permitió, se centró en alcanzar un acuerdo, evitó la guerra y, destituido, murió en su cama. Malinovski falleció siendo ministro de Defensa. Kennedy fue asesinado un año después de la crisis de los misiles.
Pablo Pérez López, Catedrático de Historia Contemporánea. Director Científico del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra
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