“¿Y si estuviésemos equivocados? ¿Y si la Tierra fuese la Luna y la Luna la Tierra?”
La reflexión anterior es una greguería de Don Ramón Gómez de la Serna. Así, si desde la Luna mirásemos el “cielo”, nos llevaríamos más de una sorpresa, empezando por la majestuosa vista de nuestro planeta.
Pero si un poeta lunático cantara a unos ojos azules como el cielo, sería un farsante… Porque en la Luna no habría encontrado esa inspiración azul que aquí nos brinda el cielo.
Estos días azules. Y rojos. Y grises.
Pero ¿a qué llamamos cielo?
En términos coloquiales, nos referimos a esa bóveda que derrama sobre nosotros un azul intenso, que transmite optimismo y que asociamos a momentos felices. El paraíso perdido de Antonio Machado, que escribía aquello de “Estos días azules y este sol de la infancia…”.
Pero no siempre es azul. El modernista granadino Isaac Muñoz describió un cielo rojo “como la sangre de un Dios”.
¿Y qué ocurre los días nublados? El cielo se ve blanco. O gris.
¿Y por la noche? Negro. O con reflejos rojos si hay nubes y si la noche no está muy entrada.
Pero esa paleta de colores que reflejan los artistas desde la prehistoria no tiene lugar en nuestro satélite.
Amanece en la Luna
Los astronautas de la misión Artemisa de la NASA volverán a pisar la Luna. Si permanecieran allí el tiempo suficiente como para contemplar un amanecer (28 días, nada menos), echarían en falta ese incendio que en la Tierra compensa los madrugones.
Desde la Luna, conforme asciende el Sol, lo único que lo diferencia de otras estrellas es el tamaño y su cegadora luminosidad. Su luz será de un blanco que en nada se parece al amarillento que apreciamos desde la Tierra.
La bóveda azulada, blanquecina, grisácea o combinación de todo lo anterior que nos regala el cielo en la Tierra no existe en la Luna. Salvo algún efecto óptico si tomamos fotografías, más allá del disco solar todo será oscuridad moteada de estrellas conforme alejamos la vista del Sol.
Demasiado pequeña para tener cielo
¿Por qué no vemos un cielo de colores desde la Luna?
La respuesta es simple: porque no tiene atmósfera. ¿Y por qué no tiene atmósfera? Porque su masa es pequeña y su débil fuerza gravitatoria no pudo retener ni atraer gases tras su traumática separación de nuestro planeta. Sin atmósfera no hay bóveda celeste, del mismo modo que sin porqués no progresa la ciencia.
En realidad, que el cielo presente un color u otro en distintas circunstancias se debe a dos hechos fundamentales: la luz del Sol está compuesta por radiaciones de distintos colores (algunas invisibles para nosotros), y las moléculas y partículas atmosféricas de menor tamaño no las tratan a todas por igual. Esas partículas dispersan las luces azules en todas direcciones como si de un juego de pinball se tratase. Ese juego de pinball entre el aire y la luz azul se llama esparcimiento. La luz azul parece venir de todas partes en un cielo sin nubes.
Cuando el Sol está bajo y sus rayos tienen que atravesar un mayor espesor de aire, el esparcimiento de la luz azul es tan alto que los rayos que nos llegan son casi exclusivamente rojos.
Si hay muchas nubes, el cielo se ve blanco porque las gotitas de agua que contienen dispersan toda la luz por igual sin cebarse con la azul.
El toque maestro de nuestros ojos
A lo anterior hay que añadir que nuestro sistema visual percibe mejor unos colores que otros y que nuestro cerebro nos engaña: “hace un pack” y asigna un solo color a las luces que vemos, aunque sean suma de muchas. El color final que percibimos, aunque se esparce más el morado, es el azul.
En la Luna no se puede apreciar una bóveda celeste porque no tiene una atmósfera con partículas, ni gotas de lluvia, ni nubes que jueguen con la luz para bañarnos con el color que más le convenga en cada ocasión.
Y si hubiera un mar en la Luna, ¿sería también negro como ese cielo que no es cielo? Pues no.
Si en la Luna hubiese mares como los de la Tierra, tendrían color durante el día. ¡Imposible!, puede que piense. ¡Pero si el mar es azul porque refleja el cielo! Lo decían los griegos que nunca se equivocaban, ¿verdad? Pues en eso sí que se equivocaron, aunque se lo perdonemos por la belleza de la explicación.
¿De qué color serían los mares lunares? Nadie llegará a comprobarlo, pero ahí va mi hipótesis: la superficie de agua que recibiese la luz solar directa tendría un fuerte reflejo azulado o blanquecino y sus inmediaciones lucirían un tono azulado que se iría apagando conforme aumentase su ángulo con el disco solar.
En palabras de Gómez de la Serna: “Al mar le gusta la impunidad, y por eso borra toda huella en la playa”. Y también su color.
Antonio Manuel Peña García, Catedrático del Área de Ingeniería Eléctrica, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.