¿Estamos solos en el universo? La pregunta que se plantea es si la inteligencia es un resultado probable de la selección natural o un improbable golpe de suerte. Por definición, los acontecimientos probables se producen con frecuencia, mientras que los sucesos improbables tienen lugar pocas veces o una sola vez. La historia de nuestra evolución muestra que muchas adaptaciones de carácter crucial –no solo la inteligencia, sino también los animales y las células complejas, la fotosíntesis y la propia vida– fueron sucesos únicos y excepcionales y, por tanto, muy improbables. Nuestra evolución tal vez haya sido como ganar la lotería… solo que con una probabilidad mucho menor.
El universo es inmensamente grande. La Vía Láctea tiene más de 100 000 millones de estrellas, y en el universo observable, es decir, en la diminuta fracción de universo que podemos ver, hay más de un billón de galaxias. Aunque los mundos habitables son escasos, el número por sí solo —existen tantos planetas como estrellas, puede que más— invita a pensar que hay mucha vida ahí fuera. Si es así, ¿dónde se ha metido? Esta es la paradoja de Fermi. El universo es inmenso y viejo, y dispone de tiempo y espacio suficiente para que la inteligencia evolucione; sin embargo, no hay pruebas de que tal cosa ocurra.
¿Cabría pensar, sencillamente, que a lo mejor es poco probable que la inteligencia evolucione? Por desgracia, no podemos estudiar la vida extraterrestre para responder a esta pregunta. Pero sí podemos estudiar los casi 4 500 millones de años de historia que tiene la Tierra y observar cuándo se repite –o no– la propia evolución.
A veces la evolución se repite, de tal forma que pueden observarse especies diferentes que evolucionan de manera convergente hacia resultados similares. Si la propia evolución se repite con frecuencia, nuestra evolución podría ser un acontecimiento probable, incluso inevitable.
De hecho, existen ejemplos notables de convergencias evolutivas. El tilacino de Australia, también conocido como lobo marsupial o tigre de Tasmania, hoy extinguido, tenía una bolsa semejante a la de los canguros, pero, por lo demás, parecía un lobo, a pesar de que evolucionó a partir de un linaje de mamíferos diferente. También hay topos marsupiales, marsupiales hormigueros y ardillas planeadoras marsupiales. Es sorprendente comprobar cómo toda la historia evolutiva de Australia, con la diversificación que experimentaron sus mamíferos tras la extinción de los dinosaurios, es paralela a la de otros continentes.
Otros casos llamativos de convergencia son el delfín y el extinto ictiosaurio, que evolucionaron de forma similar para deslizarse por el agua, así como las aves, los murciélagos y los pterosaurios, que evolucionaron de manera convergente para volar.
También se observan convergencias en órganos independientes. Los ojos evolucionaron no solo en los vertebrados, sino también en los artrópodos, los pulpos, los gusanos y las medusas. Los vertebrados, los artrópodos, los pulpos y los gusanos, cada uno por su cuenta, desarrollaron mandíbulas. Por su parte, las patas evolucionaron de forma convergente en los artrópodos, los pulpos y cuatro tipos de peces (tetrápodos, peces sapo, rájidos, peces del fango).
Aquí está la trampa. Toda esta convergencia tuvo lugar dentro de un mismo linaje, los eumetazoos, que son animales complejos dotados de simetría, boca, tubo digestivo, músculos y un sistema nervioso. Hubo eumetazoos diferentes que desarrollaron soluciones similares a problemas similares, pero la compleja estructura corporal que lo hizo posible es única. Los animales complejos evolucionaron una sola vez en la historia de la vida, lo que da a entender que son improbables.
Sorprende constatar que muchos acontecimientos fundamentales de la historia de nuestra evolución son únicos y, seguramente, improbables. Uno es el esqueleto óseo de los vertebrados, que permitió que los animales grandes se desplazaran hacia la tierra. Las complejas células eucariotas de las que están compuestos todos los animales y plantas, y que contienen núcleos y mitocondrias, evolucionaron una sola vez. El sexo evolucionó una única vez. La fotosíntesis, que aumentaba la energía disponible para la vida y producía oxígeno, es un acontecimiento único. A este respecto, también lo es la inteligencia humana. Existen lobos y topos marsupiales, pero no hay humanos marsupiales.
Hay lugares donde la evolución se repite y otros donde no. Si solo nos fijamos en la convergencia, se crea un sesgo de confirmación. La convergencia parece ser la norma y nuestra evolución se presenta como algo probable. Sin embargo, cuando se presta atención a la no convergencia, se observa que está en todas partes, y las adaptaciones decisivas y complejas parecen ser las que menos se repiten, por lo que adquieren carácter improbable.
Además, estos acontecimientos dependían unos de otros. Los seres humanos no pudieron evolucionar hasta que los peces desarrollaron huesos que les permitieron arrastrarse hasta la tierra. Los huesos no pudieron evolucionar hasta que aparecieron los animales complejos. Los animales complejos necesitaban células complejas, y las células complejas necesitaban oxígeno, producido por la fotosíntesis. Nada de esto sucede sin la evolución de la vida, un acontecimiento singular entre acontecimientos singulares. Todos los organismos provienen de un solo antepasado; por lo que sabemos, la vida ocurrió una sola vez.
Es curioso observar que todo este proceso requiere un tiempo sorprendentemente largo. La fotosíntesis evolucionó 1 500 millones de años después de la formación de la Tierra; las células complejas, tras 2 700 millones de años; los animales complejos, al cabo de 4 000 millones de años; y la inteligencia humana, 4 500 millones de años después de que se formara la Tierra. El hecho de que estas innovaciones sean tan útiles pero tardaran tanto en evolucionar implica que son increíblemente improbables.
Es posible que estas innovaciones puntuales, casualidades de importancia crucial, crearan una cadena de obstáculos o filtros evolutivos. De ser así, nuestra evolución no fue como ganar la lotería; fue como ganar la lotería una vez y otra y otra y otra. En otros mundos, es posible que estas adaptaciones decisivas hubieran evolucionado demasiado tarde para que la inteligencia apareciera antes de que sus soles se convirtieran en novas, o que no hubieran evolucionado en absoluto.
Supongamos que la inteligencia depende de una cadena de siete innovaciones improbables –el origen de la vida, la fotosíntesis, las células complejas, el sexo, los animales complejos, los esqueletos y la propia inteligencia–, y que cada una tiene un 10 % de posibilidades de evolucionar. Las probabilidades de que la inteligencia evolucione pasan a ser 1 entre 10 millones.
Pero las adaptaciones complejas podrían ser incluso menos probables. La fotosíntesis necesitó una serie de adaptaciones en cuanto a proteínas, pigmentos y membranas. Los animales eumetazoos requirieron de múltiples innovaciones anatómicas (nervios, músculos, boca). Por tanto, es posible que cada una de estas siete innovaciones cruciales evolucione solo el 1 % de las veces. En tal caso, la inteligencia evolucionará solamente en 1 de cada 100 billones de mundos habitables. Teniendo en cuenta que los mundos habitables son escasos, podríamos ser la única vida inteligente de la galaxia, o incluso del universo observable.
Así y todo, estamos aquí, y este hecho tiene que valer para algo, ¿no? Si la evolución tiene suerte 1 de cada 100 billones de veces, ¿cuáles son las probabilidades de que nos hallemos en un planeta donde la evolución tuvo lugar? En realidad, las probabilidades de estar en ese mundo improbable son del 100 %, porque no podríamos tener esta conversación en un mundo donde la fotosíntesis, las células complejas o los animales no evolucionaran. Es el principio antrópico. La historia de la Tierra tiene que haber permitido que la vida inteligente evolucionara, pues, de lo contrario, no estaríamos aquí para plantearnos estas cuestiones.
La inteligencia depende, al parecer, de una cadena de acontecimientos improbables. Pero teniendo en cuenta la enorme cantidad de planetas, e igual que un número infinito de monos que golpean un número infinito de máquinas de escribir para redactar Hamlet, está destinada a evolucionar hacia alguna parte. El resultado improbable fuimos nosotros.
Nick Longrich, Senior Lecturer, Paleontology and Evolutionary Biology, University of Bath
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 29/04/2021 14:12
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