La guerra desde el espacio: el proyecto Thor y las barras de Dios

El espacio ha sido un campo empleado por los ejércitos de todo el mundo desde su conquista. De hecho, sin sus aportaciones, la carrera espacial no se parecería en nada a la que hoy en día conocemos. Y aunque en duda, sabemos de desarrollos para luchar en el espacio, incluso transportando ametralladoras. Aunque los planes para emplear armas desde este contra fuerzas en tierra, siempre ha sido un capítulo más peliagudo y que no parece tener mucho recorrido. Aunque en los años 50 y 60, esto no era así, y hubo algunos planes bastante madurados sobre novedosas armas para este nuevo campo de batalla.

Imagen del inicio de la reentrada de la Starship. Fuente: SpaceX

La atmósfera, el primer escudo

Cuando estos planes empezaron a aparecer, no existía, ni remotamente, la posibilidad de desarrollar armas que contrarrestaran el lanzamiento de un artefacto desde la órbita baja. Y aún hoy en día, los sistemas de defensa antibalística distan mucho de ser confiables. Aunque los misiles estadounidenses SM-3 entre otros, han mejorado los ratios de intercepción. Por eso también saltaron todas las alarmas en el mundo occidental con dos noticias de los últimos años. Primero cuando se informó, aunque luego las dudas casi enterraron la noticia, que China estaba probando un sistema de bombardeo de órbita fraccionada. Estos dispositivos emplean la órbita baja terrestre para llegar a su destino desde lugares imprevistos. Lo cual disminuye aún más la efectividad de las defensas anti misiles de largo alcance.

Una parte del problema es el plasma que se forma alrededor de un cuerpo que entra en la atmósfera a velocidades orbitales. Este, es una dificultad tanto para el arma como para las defensas. Al reentrar en la atmósfera a velocidades hipersónicas un cuerpo genera calor por fricción. Y si no cuenta con algún tipo de escudo térmico, esta se fundiría sin llegar a ningún lado. Para las defensas, la bola de gas caliente facilita la detección en espectro infrarrojo. Pero no solo hay que acercarse al objetivo, hay que golpearlo de forma directa para lograr una interceptación exitosa.

Para colisionar se necesita una fase de llamado guiado fino, la cual puede emplear guiado óptico, infrarrojo o radar. Pero mientras que para detectarlo, los dos primeros se ven beneficiados por el plasma alrededor del arma, para esta fase, la ventaja se vuelve en contra.

Al envolver el vehículo de reentrada, se hace casi imposible de determinar la posición de este dentro de la bola de plasma. Y el interceptador puede fallar sobre la amenaza.

Imagen de pruebas en tierra de una cabeza interceptadora estadounidense de misiles balísticos. Fuente: MDA

Los pactos internacionales, el segundo escudo

Más problemático fue este año cuando se reveló que Rusia trabajaba en un artefacto de índole nuclear que emplazaría en el espacio. Esto generó una gran discusión y alarma, porque todas las grandes potencias espaciales firmaron el tratado del espacio ultraterrestre. Promulgado en 1967, prohíbe la colocación de artefactos nucleares con intenciones militares en el espacio que circunda la Tierra, incluyendo la Luna.

Aunque la historia se enfrió rápidamente, es una que no conviene perder la pista, la filtración de información de inteligencia tan sensible apunta a un alto riesgo. Más tarde, el tratado START II, este más destinado al desarme que a la no proliferación como el del espacio ultraterrestre, prohibió también los sistemas de bombardeo de órbita fraccionada. Pero este acuerdo solo está firmado por Rusia y Estados Unidos.

Imagen de wolframio con un alto grado de pureza y cristales evaporados. Fuente: Wikicommons

El ingenio aflora en la adversidad

Con este panorama de prohibiciones, los laboratorios de guerra estadounidense buscaron una alternativa. Además de disponer de algunas ventajas de precisión y potencia, el uso de las «barras de dios» dentro del proyecto Thor no incumple las normas y esquiva la barrera atmosférica.

La base del proyecto Thor son las barras de dios, básicamente unas grandes flechas fabricadas en wolframio. Este durísimo material tiene la asombrosa capacidad de resistir las temperaturas que aparecen en una reentrada atmosférica. Lo cual le permite sortear el primer obstáculo, la propia atmósfera.

También permiten sortear el segundo, porque estas flechas, del tamaño de postes telefónicos, no portan carga explosiva, mucho menos nuclear. Su efecto destructivo radica en su peso y velocidad, en la energía cinética. Y aunque pueda parecer una idea un poco primitiva, es el mismo principio que tirar piedras desde lo alto de un castillo a los asaltantes. Cabe recordar las velocidades que alcanza un cuerpo en órbita, superan los 9 kilómetros por segundo, aunque se ve frenado en su descenso. Pero la estimación de los daños se equivale al uso de un arma nuclear de pequeño tamaño, de aproximadamente 10 kilotones.

La idea original del proyecto Thor data de la década de 1950, incluso antes de la prohibición de las armas nucleares en órbita. Tomando como referencia al mágico martillo del dios del trueno nórdico se emplearían doce satélites en órbita baja. Lo cual reduciría el tiempo de ataque hasta unos 12 o 15 minutos como máximo.

Representación artística de cómo se vería un satélite de control junto con el sistema de lanzamiento del proyecto Thor armado con las barras de dios.
Imagen de la NASA que muestra al X-37 en el espacio con el panel solar desplegado. Se cree que en la versión militar el tamaño de este ha crecido enormemente.

Los problemas y el transbordador militar X-37B

No han sido pocas las personas que han visto la bahía de carga del transbordador X-37B y han pensado que ahí hay espacio para armamento cinético. Sin embargo, no hay pruebas de que el misterioso aparato sea portador de armamento de ningún tipo. Y además los efectos de los daños de las flechas cargadas en el orbitador serían menores que las planteadas en el proyecto Thor por el reducido tamaño de la bahía. Las capacidades de ataque sin previo aviso, y el estrecho margen para la detección e interceptación serían muy valoradas dentro del ejército estadounidense. Pero el problema sería el astronómico coste que supondría.

No ya solo su lanzamiento a la órbita, en el cual cada flecha debería ser lanzada independientemente por su disparatado peso, de más de 8 toneladas si no, la operación de varios satélites de gran tamaño, equipados con sistemas de detección y defensa, requeriría de varios millones de dólares anuales.