La ruta de los huesos: continúa la aventura por una de las rutas más tétricas y peligrosas del mundo

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El pasado domingo iniciamos una apasionante aventura por una de las rutas más peligrosas del mundo. Continuamos la marcha desde el pueblo de Tomtor.

Agustín Amaro/Miguel A. Julián

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Siguiente parada aconsejada, a unos pocos 40 Kms, el pueblo de Tomtor. Aparte de un pequeño aeropuerto tiene un par de visitas interesantes: Una la cueva Ebe-Khaya, a las afueras, allí se encuentra la residencia de hielo de Chyskhaan, el Señor del Frío, un anciano con barba larga, abrigo de piel azul decorado con un patrón en forma de auroras boreales y un
sombrero con cuernos, símbolo del toro de invierno.La entrada de su residencia es un fabulosos corredor adornado con cristales brillantes y escarcha blanca y espesa.
La cueva de hielo siempre mantiene una temperatura de -10°C, tanto en invierno como en verano.

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Esto es muy notable en el contexto de las heladas del exterior, lo que le permite “calentarse”cuando hace -50° C fuera, y refrescarse en el calor del verano. Una vez dentro, los cristales de hielo sólido cobran vida convirtiéndose en encantadoras esculturas y composiciones de cristal, entre las que se pueden ver, entre otras, réplicas de hielo de obras maestras del arte del mundo.

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En el Taller del Señor del Frío, se pueden ver artesanías únicas, creadas por artesanos locales y su Bóveda de Hielo de Invierno, donde se esconde el símbolo legendario del frío, dentro de sus paredes. Finalmente, el Salón del Trono del Señor del Frío, donde se sienta Chyskhaan, el frío penetrante del viento helado, y allí espera a Cholbon Kuo, su amada, que regresa con el calor del otoño.

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Museo de Costumbres Locales

Ya en el pueblo se puede visitar el Museo de Costumbres Locales, en el que, aparte de artesanía y animales disecados, puedes encontrar una interesante exposición de la historia local.

Personalmente, me llamaron la atención dos mapas: en uno podías ver la ubicación de los campos de trabajo de la época estalinista. El otro era el mapa de la larga ruta que hacían los aviones de ayuda estadounidense, durante la Gran Guerra Patria (II Guerra Mundial) desde la lejana Alaska a Moscú.

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Y por supuesto, la historia de La ruta de los huesos con una exposición de las herramientas que se usaron para construirla, con la que puedes caer en la cuenta de los precarios medios con los que contaban. También se pueden ver los nombres y retratos de algunos de los presos que trabajaron en ella.

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Uno de estos hombres fue Varlam Tikhonovich Shalamov, poeta, escritor y periodista condenado en la Gran purga del 12 de enero de 1937, por “actividades trotskistas antirrevolucionarias”. Trabajó bajo condiciones durísimas en las minas de oro y carbón de Kolymá y no se le permitió volver hasta la muerte de Stalin, en 1953.

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Ya de vuelta y con la prohibición de residir en Moscú, desde 1954 hasta 1973, trabajó a escondidas en un libro de relatos cortos sobre la vida en los campos de trabajo: Los Relatos de Kolyma, una gran epopeya de supervivencia del siglo XX donde el frío impregna cada página.

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El frío helado, el mismo que convertía en hielo la saliva en vuelo, había alcanzado también el alma humana. Si se podían helar los huesos, si se podía congelar o embotarse el cerebro, también el alma podía quedarse helada. En medio del frío era imposible pensar en nada. Todo era sencillo.

Los manuscritos de los Relatos de Kolymá fueron sacados clandestinamente de la Unión Soviética, y se publicaron diversas traducciones, hasta que, por fin, salió una edición completa en Londres, en 1978.

Finalmente, la obra pudo publicarse en la Unión Soviética en 1987, durante la época de apertura de M. Gorbachov y, actualmente, es estudiada en los centros de educación secundaria de la Federación de Rusia.

Existen traducciones al castellano desde 2013.

Rumbo hacía el mar de Ojotsk

Ya desde Tomtor, poniendo rumbo hacia el mar de Ojotsk, al puerto de Magadan, se da una sucesión de paisajes helados, cafeterías y un intenso tráfico de camiones ( y algún que otro accidente). Te encontrarás con pastores de renos, en su mayoría evenkis, y con el monumento a los prisioneros de Kolyma, del paso Arkagalinsky, al entrar en el óblast de Magadán, en las afueras de Susuman.

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Hay una estela al lado de la carretera con estas palabras

A los Prisioneros de Kolyma.

“Aquí hubo pocos culpables. Hubo más, sin culpa”.

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Estaremos un solo día en la ciudad de Magadan, final de la ruta y puerto que fue inicio del sufrimiento para los prisioneros del Kolymá. El que era un pequeño pueblo de pescadores se convirtió en una colonia penal a la que llegaban cientos de miles de prisioneros hacinados en bodegas de barcos abarrotados, con escasez de comida, agua y ventilación.

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Fueron muchos los que perecieron a lo largo del viaje, incluso barcos enteros. Pisaban tierra sin esperanza de retorno, se trabajaba hasta la muerte y los que consiguieron sobrevivir terminaron asentándose en la ciudad. Magadan, en apenas medio siglo, pasó de ser una villa de unas pocas casas, en 1935, a una ciudad de 100.000 habitantes.

Por este motivo, cuando llegas te encuentras una ciudad de mayoría étnica rusa. Una ciudad que ha dejado atrás su pasado esclavista y, ahora, es una urbe sorprendentemente moderna y próspera, para los cánones siberianos, con un puerto abierto al comercio con Corea del Sur y Japón.

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Es frecuente encontrarte con coches de fabricación japonesa, con el volante en la parte derecha, a pesar de que se conduce por la ese mismo lado.

Antes de entrar en la ciudad, en las afueras de Magadan, hallaremos el último y más espectacular monumento a los fallecidos en los campos de trabajos y a las víctimas de la represión política.

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El Monumento Máscara del Dolor, una enorme cabeza monolítica de hormigón armado, a 200 metros sobre el nivel del mar. Obra del escultor Ernst Neizvestny.

Es el principio de un proyecto de tres monumentos, del que, se suponía, sería un triángulo del dolor, uno en Ekaterimburgo y un tercero en Vorkuta (el mayor gulag en suelo europeo), que nunca se realizó.

Está justo sobre la colina Krutoy donde había una “transitka”, un punto de tránsito desde el cual se enviaban a los prisioneros a los campos de trabajo. Al entrar, te encuentras con rocas en las que están talladas los símbolos de las principales religiones del mundo y, según vas ascendiendo, once bloques con los nombres de los principales campos de concentración:

Butugychag, Dagger, Dneprovsky, Severny, Canyon, Khenikandzha, Maldyak, Serpantinka,

Maglag, Dzhelgala y Elgen.

 

 

Elevándose sobre todo, aparece la enorme cabeza de hormigón gris y tosca, de cuyo ojo izquierdo brotan lágrimas en forma de pequeñas máscaras de hombres, mujeres y niños. En su ojo derecho, la ventana por la que suena el viento que sopla constantemente.

En el lado derecho, hay una estrecha escalera que te lleva al interior, donde hay una reconstrucción de la celda de un cuartel de alta seguridad, de la era de Stalin.

El monumento también ha recibido numerosas críticas siendo calificado por algunos académicos como horroroso e, incluso, como un fracaso, y ha llegado a ser vandalizado por nostálgicos estalinistas.

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El final de la ruta

Como última visita, la bahía de Nayaev, junto al mar, en ella un mamut de seis toneladas nos espera. Una obra del escultor local Yuri Rudenco, llamada “Время”(Tiempo), en recuerdo de los gigantes que una vez habitaron sus tierra hace 3700 años, y de los que todavía se encuentran restos congelados en el permafrost y cuyos últimos ejemplares habitaron la Isla de Wrangel en el norte Ártico.

Un souvenir muy habitual llevarse es una talla hecha por artesanos locales con huesos de mamut.

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Hemos llegado al final del camino, y recorrido más de 2000 kms en una de las rutas más tétricas y peligrosas del mundo, cargada de historias de sufrimiento y superación. Estamos, por fin, ante el mar de Ojotsk.

Más allá, la volcánica Kamchatka y la misteriosa Chukotka, si quisiéramos seguir al este nos encontraríamos con una ruta imposible, sin caminos, y poblada únicamente por pequeños grupos de evenkis, los jinetes de renos y koriakos… pero esa ruta es ya para otra futura aventura.

 

Agradecer la colaboración de Carmen Cabeza y Oksana Boretska en la traducción.