En los últimos meses, la pandemia de COVID-19 nos ha recordado la vital importancia de un hecho tan simple como el de lavarnos bien las manos. Quizá hoy nos sorprenda que los hábitos generalizados de higiene hayan sido adquiridos muy recientemente por nuestra especie. De hecho, gracias a ellos hemos aumentado considerablemente nuestra esperanza de vida.
No es de extrañar, por tanto, que la limpieza de nuestras células también resulte vital para nuestra salud. El mecanismo encargado de mantener las células “impolutas” se denomina autofagia.
Autofagia y ayuno
La autofagia es un proceso que renueva nuestras células de forma constante, evitando que se acumulen productos de deshecho y componentes que ya no funcionan bien. Las herramientas que la célula utiliza para ello son unas pequeñas vesículas microscópicas llamadas autofagosomas.
Estos autofagosomas actúan de forma parecida a como lo hacen los modernos robots aspiradores domésticos. Es decir, se mueven por el interior celular y “engullen”, como si aspiraran el polvo acumulado, pequeñas porciones de la célula, convirtiendo todo lo que encuentran en energía y moléculas esenciales. Este proceso ocurre de forma constante, a una intensidad baja pero suficiente para mantener nuestras células en óptimas condiciones. Hasta llegar a renovar todo su contenido a lo largo del tiempo.
En ocasiones concretas, por ejemplo cuando la energía escasea, las células son capaces de incrementar su autofagia para abastecer la demanda de nutrientes y elementos esenciales. Y de paso, aceleran la renovación de las estructuras celulares, retrasando el envejecimiento.
De hecho, es muy probable que el aumento de la autofagia celular sea uno de los mecanismos por los que el ayuno, esa práctica ancestral en varias culturas y cada vez más popular en occidente, proporciona importantes beneficios para nuestro organismo.
¿Cómo nos ayuda la autofagia?
Aunque el término autofagia se usaba ya desde mediados del s.XIX, los primeros indicios de este proceso se observaron en fotografías tomadas con el microscopio electrónico en los años 60 del s.XX. Aunque no se entendía muy bien lo que significaban, en ellas se observaban partes de la célula rodeadas por una especie de saco membranoso que parecía estar “engulléndolas”.
La autofagia siguió siendo un misterio hasta finales de los años 90, cuando unos pocos visionarios, entre ellos el Premio Nobel de medicina Yoshinori Ohsumi, empezaron a entender lo esencial de este proceso y a vislumbrar sus profundas implicaciones.
Hoy ya sabemos que multitud de enfermedades neurodegenerativas, cardiovasculares, autoinmunes, metabólicas o diversos tipos de cáncer se relacionan con fallos en la autofagia. Por si fuera poco, resulta que la autofagia nos ayuda también a eliminar virus y bacterias de nuestras células. Cuando los sistemas de alerta de nuestras células detectan este tipo de patógenos, los autofagosomas son capaces de “engullirlos” y hacer que sean degradados.
Parece que mantener unos niveles adecuados de autofagia en nuestro organismo podría ser clave para gozar de una vida larga y saludable. Pero quizás la idea de ayunar durante días no nos parezca muy atractiva. No desesperemos. Hábitos saludables como la práctica de ejercicio físico aumentan la autofagia. Y el mismo efecto causan sustancias como el resveratrol, los polifenoles o el ácido salicílico (el componente activo de la aspirina).
Aumentar nuestra autofagia para vivir más y mejor
Es un hecho que la autofagia disminuye a medida que pasan los años, lo que sin duda contribuye a nuestro envejecimiento. Una manera de ponerle freno es mantener una alta autofagia durante toda la vida. Es más, en ratones y otros animales de laboratorio se ha demostrado que esta estrategia aumenta la longevidad. Incluso que muchas enfermedades asociadas al envejecimiento aparecen más tarde, o ni siquiera se desarrollan.
Todo esto ha disparado el interés mediático por este proceso. Cada vez se puede encontrar más información sobre autofagia en medios no necesariamente especializados en ciencia. Incluso fondos de capital riesgo han empezado a apostar por empresas que pretenden modular terapéuticamente la autofagia para aumentar la longevidad de las personas. Y es que ahora que estamos comenzando a conocer las bases moleculares del envejecimiento, la autofagia se perfila como uno de los procesos clave para mejorar nuestra salud. No obstante, aún queda un largo camino de estudio por delante.
Un arma de doble filo
Sin embargo, no todo lo que respecta a la autofagia es positivo, ni mucho menos simple. Se ha demostrado que un exceso de autofagia puede conducir a la autodegradación y la muerte celular. Además, si bien la autofagia limita la aparición de células tumorales, paralelamente les ayuda frente a la falta de oxígeno o de nutrientes y a desarrollar resistencia a los tratamientos una vez que éstas se forman. En otras palabras, es un arma de doble filo.
A esto hay que sumarle que diversos virus y bacterias han aprendido a utilizar este proceso en su propio beneficio, utilizándolo para proliferar con mayor facilidad. De hecho, ciertos coronavirus, incluyendo el causante del SARS, son capaces de adueñarse de los autofagosomas y ponerlos a su servicio. En su interior consiguen multiplicarse de forma más eficiente, en lo que podríamos describir como un ejercicio claro de piratería celular.
Estudios muy recientes, que aún han de ser contrastados, muestran que éste podría ser también el caso del SARS-CoV-2. De ser así, tratamientos dirigidos a disminuir terapéuticamente la autofagia podrían ser beneficiosos para pacientes infectados de COVID-19. Diversas farmacéuticas están focalizando sus esfuerzos en el desarrollo de estrategias antivirales centradas en la modulación de la autofagia.
Mientras lo logran, esperemos que una vacuna exitosa llegue a tiempo para mitigar y prevenir lo más posible los daños de esta pandemia. Lo que está claro es que la autofagia difícilmente podrá “engullir” las consecuencias sociales y económicas que tenemos por delante.
Guillermo Mariño, Profesor en el Departamento de Biología Funcional. Investigador en autofagia, metabolismo y envejecimiento, Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.