La Iglesia siempre ha mirado al cielo. Es algo que parece obvio, pero también puede resultar curioso, pues se puede mirar al cielo de diferentes formas. En el firmamento podemos buscar el origen del cosmos, el devenir de los tiempos, la vida en otros planetas e incluso a Dios. Podemos buscarlo todo e incluso, el todo.
Diagrama del modelo heliocéntrico del sistema solar incluido en el manuscrito de Copérnico.Wikimedia Commons
No son pocos los religiosos que han compaginado su fe cristiana con la ciencia. San Agustín fue ordenado obispo en plena Edad Media. Tenía una particular idea cosmológica sobre la creación y el tiempo, aunque nada que ver con la revolución que causó Nicolás Copérnico, con su De revolutionibus orbium coelestium, al afirmar que la Tierra giraba en torno al Sol. Este monje polaco desmontó la idea bíblica equivocada de que el Sol era quien giraba en torno a nuestro planeta.
Ya en el siglo XX, el sacerdote belga Georges Lemaître resolvió las ecuaciones de Albert Einstein, mostrando que eran compatibles con la existencia de un universo en expansión, a partir de una singularidad inicial o big bang. Esta demostración echaba por tierra la concepción clásica de la Iglesia, que defendía un cosmos homogéneo e inmutable.
La idea preconcebida de una Iglesia en continuo conflicto con la ciencia no es del todo cierta. Es más, el estudio de la naturaleza, como una cuestión deseable para conocer mejor a Dios, ha estado siempre presente a lo largo de la historia eclesiástica. Ya lo avanzó el apóstol San Pablo (carta a los romanos 1, 19-20) o incluso más recientemente, el papa Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio, que lo argumenta como “dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Así pues, la Iglesia católica promulga que el estudio de la creación puede acercar a los creyentes al Creador.
El Vaticano dispone de uno de los observatorios astronómicos más antiguos del mundo. Su origen data de 1582, cuando el papa Gregorio XIII mandó construir la torre Gregoriana o torre de los Vientos para habitarla de astrónomos y matemáticos. El objetivo era reformar el calendario.
Después de un tiempo poco activo, el estudio del universo tomó un nuevo impulso en el siglo XIX de mano del papa León XIII, quien inició una especial colaboración a nivel internacional en la confección del mapa estelar Carte du ciel o Carta Fotográfica del Cielo, liderada por el Observatorio de París.
Ya en el siglo XX, Pío X decidió trasladar el observatorio a las afueras de Roma, debido al aumento de la luminosidad de la ciudad. Desde 1935 se encuentra en el palacio de Castel Gandolfo, que ha sido hasta hoy la residencia de verano de los papas y sede del laboratorio astrofísico del Vaticano.
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El Vaticano instaló su primer telescopio en 1887, pero su infraestructura más avanzada la tiene en el Observatorio Internacional del Monte Graham, en Arizona (EE. UU.), donde dispone del Telescopio Vaticano de Tecnología Avanzada.
El Telescopio Vaticano de Tecnología Avanzada, en el monte Graham (Arizona, EE.UU.).Observatorio Vaticano
En Castel Gandolfo, el Vaticano dispone de una de las mejores colecciones de meteoritos del mundo, formada por 150 kg de material extraterrestre, compuesta por casi 1 500 piezas y fragmentos de estos cuerpos.
Como dato curioso, es destacable la especial relación de Stephen Hawking con la Santa Sede. A pesar de ser ateo, era miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias y conoció personalmente a varios papas, desde Pablo VI en 1975 hasta el actual papa Francisco.
El Vaticano une fe y ciencia, investigando y buscando nuevos mundos… en el cielo.
Equipo apasionado por la ciencia, la exploración espacial, la aventura y la naturaleza. Contamos las historias más fascinantes del cosmos y el mundo que nos rodea.
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