Si tuviéramos que poner fecha al origen de la ruptura del hombre con la naturaleza, esta podría ubicarse hace 150 000 años. Es entonces cuando el Homo sapiens demuestra su capacidad para conceptualizar lo abstracto y su lenguaje intelectualiza definitivamente su relación con el mundo salvaje.
Sin embargo, el origen del lenguaje humano –y el comienzo de nuestra separación de la naturaleza– podría ser anterior. Algunas evidencias genéticas y morfológicas recientes confirman su advenimiento en los tiempos del Homo habilis, hace unos 2 millones de años, cuando se pronunciaron las primeras palabras articuladas.
El desarrollo del lenguaje en los humanos es la causa de la destrucción actual de los hábitats naturales y de la pérdida de biodiversidad.
El equilibrio acústico del planeta
Si hay un sentido que toda forma de vida terrestre comparte, ya sea animal o vegetal, es la percepción de sonidos y vibraciones. Dependiendo de sus necesidades y de su relación con el medio que le rodea, la mayoría de los seres vivos presentan sistemas auditivos complejos. El resto tiene unos órganos sensoriales especializados que reciben vibraciones para extraer información esencial para su supervivencia.
Independientemente de la especie, la necesidad de comunicación acústica ha dado forma a la producción de sonido, por un lado, y la capacidad de percibirlo, por el otro. Los pájaros se aseguran de que sus canciones lleguen a su receptor al otro extremo del bosque, una ballena sabe que sus cantos cruzan el océano y los árboles transmiten a sus habitantes el sonido del viento anunciador de lluvia que les ayuda a anticipar su comportamiento.
Los sonidos cumplen una función biológica esencial: mantienen el equilibrio dinámico global de nuestro planeta. El bosque primario, el océano, el desierto… la naturaleza, en su expresión más amplia, gobierna este equilibrio acústico natural y esta cohesión sonora es común a todos los seres vivos.
Lenguaje humano y destrucción de la naturaleza
Los seres humanos son la excepción. El desarrollo de nuestra imaginación, necesaria para la conceptualización y, por lo tanto, para el pensamiento, ha disuelto gradualmente este vínculo con el mundo natural. Nos ha desprovisto de nuestra capacidad innata para interpretar sus señales y comunicarnos con otros seres vivos. Perdimos este sexto sentido.
Con dicha pérdida, nuestra pertenencia a un todo quedó sepultada profundamente en nuestra memoria antigua. Ese todo –la naturaleza– se nos volvió extraño. ¿No decimos hoy “el hombre y la naturaleza”, como si reclamáramos esta ruptura?
Hemos desarrollado un cerebro al servicio exclusivo del bienestar de la humanidad, ignorando que nuestro bienestar dependía de ese todo, de ese sutil equilibrio natural.
La pérdida de biodiversidad, de la que somos directamente responsables, se puede explicar por esa desconexión: nos hemos quedado sordos a los mensajes de la naturaleza. Somos incapaces de escuchar las señales de socorro que contienen.
Ciencia para escuchar de nuevo
La bioacústica es la ciencia del sonido de la vida. Estudia los procesos fisiológicos relacionados con su producción y recepción. También permite detectar los factores que alteran el intercambio de información, como la contaminación acústica que prevalece hoy tanto en tierra como en el mar, y asociarlos con consecuencias desastrosas para el equilibrio natural planetario.
Para llevar a cabo estos estudios, la bioacústica se basa en tecnologías de vanguardia que combinan los últimos avances en matemáticas, física, informática y procesamiento de señales, ciencias de la ingeniería y biología. El objetivo es, además de recuperar ese sexto sentido perdido, trabajar en pro de la conservación de la vida silvestre.
Las técnicas de reconocimiento automático nos permiten procesar una cantidad de datos que era impensable hace unos años. Podemos extraer patrones, tendencias que nos alertan sobre desequilibrios.
¿Nos permitirá esta tecnología, derivada de la evolución del lenguaje, recuperar nuestro lugar en la naturaleza y entender cómo preservarla?
Para conseguirlo, necesitamos sumergirnos en el océano.
Voces del océano
Bajo el mar, la vida no puede existir sin sonidos. La luz es incapaz de penetrar a más de unos pocos metros de la superficie, mientras que los sonidos se deslizan a lo largo de cientos de kilómetros para permitir un intercambio de información vital para el equilibrio de los ecosistemas marinos.
Si hay un lugar en el planeta para reaprender el sonido de la vida, ese es el fondo del océano. En las profundidades del mar nuestros sentidos están disminuidos. No podemos comunicarnos e imponer nuestro lenguaje. La única opción es cargarnos de humildad para recuperar nuestras habilidades intuitivas y comprender el entorno natural.
El océano –llamado a ser nuestra nueva cuna sensorial– representa un entorno desconocido del que extraemos recursos sin discriminar. Al ignorar deliberadamente su fragilidad, ignoramos también la nuestra.
El mundo del silencio descrito por Cousteau y Louis Malle sólo existe para los seres humanos. El mar está lleno de fuentes de sonido: desde invertebrados hasta grandes ballenas, cada organismo marino produce sonidos continuamente.
Nuestro oído, el primer paso en la percepción acústica, no está hecho para oír bajo el agua. Mucho menos para escuchar. Percibimos algunos de sus componentes sonoros, como sonidos amortiguados que nos dan la ilusión de captar sus matices, pero estamos disminuidos fisiológicamente frente a las características físicas que permiten su propagación y su recepción.
¿Cómo nos (re)conectamos?
La tecnología ha permitido el desarrollo de oídos artificiales, micrófonos adaptados llamados hidrófonos. A través de ellos podemos escuchar las voces del océano y sus habitantes. Como si tuviéramos los oídos de un delfín, nos permiten descubrir un mundo de 20 000 sonidos, una dimensión acústica inaccesible y por lo tanto ignorada por la humanidad.
Oír bajo el agua es una hazaña tecnológica. Escuchar requiere la capacidad de identificar las fuentes de sonido presentes y comprender exige además tener el deseo de aprender, la curiosidad que caracteriza a la ciencia.
Al igual que nuestro cerebro, una serie de algoritmos complejos clasifican hoy en día estos sonidos del mar automáticamente y en tiempo real para que podamos escuchar. Estos oídos tecnológicos inteligentes nos conectan a todos los rincones del mundo, de un polo a otro, desde el Mediterráneo hasta el océano Índico, proporcionándonos el don de la ubicuidad acústica.
Solo nos queda comprender.
Impacto de la actividad humana en el océano
Debemos comprender que nuestras acciones tienen consecuencias inmediatas e irreversibles sobre la pérdida de biodiversidad y que esto representa una amenaza para la humanidad. Que el desplazamiento de poblaciones de especies silvestres que huyen de la presión humana o que son expulsadas de su entorno natural por la destrucción de sus hábitats altera el frágil equilibrio del planeta y nos expone a peligros para los que no estamos preparados.
El océano no es una excepción a este deterioro. Su exploración y explotación industrial ha sido acompañada por la introducción incontrolada de fuentes de contaminación acústica que han invadido todo su espacio vital. Han agregado una amenaza invisible, pero igualmente devastadora, a la del plástico y a la de los otros desechos de nuestras actividades. Todo el tejido vivo del océano, desde invertebrados hasta grandes ballenas, se ve afectado.
Nuestros oídos inteligentes captan e interpretan las señales de socorro de la naturaleza tanto en los océanos como desde el corazón de los bosques primarios. Nos envían, por primera vez en claro, una llamada de ayuda para la conservación de la biodiversidad.
Aunque todavía no somos capaces de comunicarnos con otros seres vivos, sí que disponemos ahora de la esencia de este sexto sentido original: el de poder escuchar a la naturaleza y finalmente comprender sus límites de tolerancia.
De la reconexión con la naturaleza, a quien le dimos la espalda cuando aprendimos a hablar, depende nuestro futuro.
Michel André, Director de Investigación, Director del Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas (LAB), Universitat Politècnica de Catalunya - BarcelonaTech
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.