La selección sexual es un mecanismo evolutivo que favorece la aparición de ornamentos y estructuras elaboradas, como los plumajes coloridos de las aves o las amenazantes cornamentas de los ciervos. Opera principalmente entre los machos que compiten por las hembras para reproducirse, por lo que cabría esperar que los individuos más ornamentados o atractivos de una población sean preferidos por las hembras y alcancen un mayor éxito reproductivo.
Sin embargo, en un reciente estudio basado en datos reproductivos tomados desde 1984 en papamoscas cerrojillos, pequeñas aves migradoras, hemos observado que ser el más atractivo puede no ser siempre lo más beneficioso.
Fue Charles Darwin, en su libro El origen del hombre y la selección en relación al sexo (1871), quien sugirió originalmente la teoría de la selección sexual. Tras enunciar la teoría de la selección natural –aquella que indica que los organismos mejor adaptados a su entorno disfrutan de mayores tasas de supervivencia que los menos adaptados– observó que muchos seres vivos tenían ornamentos o armamentos elaborados, como un plumaje vistoso o una cornamenta pesada, que lejos de ayudar, parecían reducir su supervivencia.
Darwin sugirió que tales rasgos podrían evolucionar si son favorecidos a la hora de aparearse –ya sea por preferencia del sexo opuesto o por un mayor acceso a él– y, por tanto, aumentan el éxito reproductivo de sus portadores.
Hoy sabemos que individuos con características atractivas portarían recursos o genes de alta calidad que repercutirían positivamente en la supervivencia o éxito reproductor tanto de la descendencia como de la pareja. Así, permiten que los genes que determinan los rasgos seleccionados se transmitan de generación en generación y evolucionen en la población. En definitiva, si la selección natural se refiere a la supervivencia de los más aptos, podríamos pensar en la selección sexual como la supervivencia de los más guapos.
En general, se asume que son las hembras las que eligen y los machos los elegidos. Las hembras de la mayoría de las especies invierten, de media, más tiempo y recursos que los machos en el desarrollo y la crianza de la descendencia, incluyendo la producción de gametos femeninos –relativamente más caros en comparación con el esperma–, la gestación y el cuidado parental. Por eso las hembras generalmente hacen una rigurosa selección antes de elegir a su pareja sexual, mientras que los machos compiten entre ellos para intentar aparearse con el mayor número de hembras posible.
No obstante, hay gran diversidad de ejemplos en la naturaleza que cuestionan esta generalidad. El más claro es el de las especies donde los roles están invertidos; es decir, la crianza de la descendencia es responsabilidad total de los machos, mientras que las hembras son las que lucen ornamentos y compiten por los machos.
La exhibición de rasgos llamativos es una señal que aporta información importante para las parejas potenciales, ya que suelen indicar el estado de salud y la calidad genética de un individuo.
En el caso de los vertebrados terrestres, incluidas las aves, las melaninas son uno de los pigmentos más frecuentes en su plumaje y ornamentos. La combinación de los distintos pigmentos melánicos es responsable de una amplia gama de colores que van del negro hasta el marrón rojizo.
Estas coloraciones son un buen modelo de estudio en el campo de la selección sexual. Su expresión está relacionada con comportamientos que confieren una ventaja durante la competencia por el acceso a las hembras, como una mayor territorialidad o agresividad.
En particular, en el papamoscas cerrojillo, la coloración del dorso, una señal de atractivo y estatus social, puede oscilar desde el marrón pálido hasta el irresistible negro zaíno de los machos dominantes. En esta especie, los individuos con plumajes más oscuros suelen llegar antes a las zonas de reproducción tras la migración primaveral, disfrutan de los mejores territorios y tienen más éxito a la hora de emparejarse. Ante este panorama, cabría esperar que ser tremendamente atractivo fuera un pasaporte directo hacia el éxito.
El problema con los ornamentos es que pueden ser extremadamente costosos de producir y mantener y los individuos deben establecer en qué funciones gastan sus recursos energéticos. Los costes actúan como garantía para las posibles parejas que deben confiar en la señal. Sólo aquellos individuos de una calidad realmente alta podrán hacer frente a los costes asociados a la exhibición y mantenimiento de un ornamento elaborado.
En el caso de las aves, incluidos los papamoscas, los pigmentos melánicos de sus plumajes requieren energía para ser producidos. Pero, además, hay que lucirlos durante toda la temporada reproductiva y mantenerlos hasta la siguiente muda varios meses después. Y eso no es tarea fácil.
Para entenderlo, hay que pensar en la reproducción como una cadena de acontecimientos en la que los costes se acumulan. Para obtener un territorio de buena calidad, los machos atractivos deberán migrar antes o más rápido, experimentando muy posiblemente las condiciones climáticas adversas típicas de la primavera temprana.
Luego, deberán defender su territorio ante otros competidores, cuyos intentos de usurpación se irán acumulando en los territorios de buena calidad que se ocuparon primero.
Por último, llegará la hora de alimentar a la prole y protegerla, por no hablar de protegerse uno mismo de un plumaje llamativo y visible a los depredadores.
Ante tal nivel de exigencia, echarse un farol sobre las capacidades propias o encontrarse con un entorno que no era el esperado puede salir muy caro. Una intensa ola de frío al principio de la primavera o un inusual número de competidores o depredadores pueden hacer que los costes acumulativos de tener un plumaje llamativo se disparen.
A la hora de alimentar y proteger a la prole, los individuos más atractivos estarán exhaustos, reduciendo el cuidado de su descendencia y comprometiendo su supervivencia. Esto es lo que parece suceder en la población de estudio de papamoscas cerrojillo.
El resultado es que la evolución premia a machos de un atractivo intermedio, quienes obtendrán un mayor éxito reproductivo en términos de descendencia, evitando así que los caracteres seleccionados evolucionen de forma desbocada. Y es que, como pregonaba Aristóteles, “en el punto medio esta la virtud”.
Vivimos en un mundo dominado por la velocidad, donde la inmediatez y el reemplazo ocupan un lugar privilegiado. La ciencia, como parte de la sociedad, se ha ido contagiando del culto a la velocidad a la hora de generar y aplicar el conocimiento. El problema es que muchas de las cuestiones más importantes en ecología y evolución que afectan a los individuos, poblaciones y especies, tardan años o décadas, en lugar de horas o semanas, en producirse.
Es aquí donde radica la importancia de los estudios a largo plazo –especialmente en especies en condiciones naturales–, aquellos donde la toma de datos se prolonga durante años o incluso décadas en el caso de las especies más longevas y que suelen generar resultados mucho tiempo después de su inicio. Este tipo de estudios son la base de buena parte de nuestro conocimiento sobre aspectos evolutivos, como la senescencia, la resistencia a enfermedades, la adaptación al medio o los costes de la reproducción. Pero también han contribuido decisivamente a comprender mejor el impacto negativo del cambio climático, la perdida de hábitats o la sobreexplotación de los recursos naturales.
En el caso de los papamoscas, nuestro estudio a largo plazo ha permitido ver la evolución en acción y comprender cómo la selección sexual ha ido moldeando las características de los individuos de acuerdo con las condiciones ambientales. Esto sienta las bases para entender cómo se adaptarán las especies frente a los cambios ambientales futuros.
Muy posiblemente, la mayoría de las cuestiones anteriores no estaban en el imaginario de los científicos que empezaron los estudios. Ese es, quizás, el gran valor de los estudios a largo plazo y la ciencia llamada básica: el equiparnos con herramientas e información para resolver problemas que aún no podemos predecir ni imaginar.
En la primavera de este año, después de 38 años de investigación continuada, los papamoscas volverán a los bosques de La Hiruela (Madrid) y nosotros estaremos allí esperándolos. La continuidad de nuestro trabajo dará pie, sin duda, a nuevos y emocionantes descubrimientos científicos.
David Canal, Investigador postdoctoral, Centre for Ecological Research; Carlos Camacho Olmedo, Doctor en Biología e investigador en Ecología del Comportamiento, Instituto Pirenaico de Ecología (IPE-CSIC); Jaime Potti Sánchez, Investigador Científico en Ecología Evolutiva, Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC) y Jesús Martínez Padilla, Investigador Senior ARAID, Instituto Pirenaico de Ecología (IPE-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Esta entrada fue modificada por última vez en 25/05/2022 14:44
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