El inseparable dúo formado por la palabra Amazonas y la expresión “pulmón del planeta” se basa en un malentendido. La cantidad de oxígeno (O₂) liberada por esa inmensa masa forestal madura es prácticamente nula. Ni el Amazonas es el pulmón de la Tierra, ni el incendio de este verano en Guadarrama privó a Madrid de ningún pulmón. De hecho, ninguna otra selva o bosque maduro cumple esa función.
La idea de la selva produciendo oxígeno para servir como “pulmón del planeta” es tan preciosa como imprecisa. Empecemos por descartar la palabra “pulmón”, porque si algo hace un pulmón es consumir oxígeno, no producirlo. Usar el término resultaría mucho más apropiado si se emplease para hablar de la absorción de dióxido de carbono (CO₂) porque, efectivamente, mientras que nuestras actividades expulsan sin cesar CO₂, las plantas trabajan en sentido contrario.
Quienes afirman sin pensarlo dos veces que los bosques amazónicos producen oxígeno suelen razonar más o menos así: «Al realizar la fotosíntesis, las plantas absorben CO₂ y desprenden O₂. En la selva amazónica hay una cantidad gigantesca de plantas produciendo ingentes cantidades de oxígeno. Ergo, la selva amazónica libera una enorme cantidad de ese gas».
¿Para qué realizan las plantas la fotosíntesis?
Básicamente, para crecer y para almacenar energía. El comportamiento fisiológico de las plantas es original: son autótrofas a la hora de adquirir energía lumínica mediante la fotosíntesis; pero, a la hora de movilizar las reservas, hacen como todos los organismos aerobios heterótrofos: las queman mezclándolas con oxígeno. Dicho de otra forma, respirando. En otras palabras, el anabolismo de las plantas es autótrofo y el catabolismo, heterótrofo.
Según demuestra inequívocamente la fórmula de la fotosíntesis, el anabolismo vegetal libera oxígeno:
6CO₂+6H₂O+Energía lumínica = C₆H₁₂O₆+**6O₂**
De hecho, si fuera posible pesarla, al final del proceso fotosintético de un árbol la atmósfera pesaría menos. Esto es así porque parte de la biomasa proviene del dióxido de carbono absorbido en la fotosíntesis, cuyo carbono pasa a formar parte, por ejemplo, de la celulosa.
Quienes ponen énfasis exclusivamente en esa fórmula olvidan que la fórmula de la respiración también existe y que, merced a ella, se consume oxígeno y se libera CO₂:
C₆H₁₂O₆+**6O₂** = 6CO₂+6H₂O+Energía
Hasta ahora parece un empate, pero no lo es. Las plantas consumen mucho más dióxido de carbono que oxígeno, por lo que el balance entre estos dos gases es desequilibrado: expulsan mucho más oxigeno del que consumen. Ahora bien, ese balance positivo sucede en plantas jóvenes, en crecimiento, que necesitan mucho CO₂ para transformarlo en estructuras orgánicas que les permitan crecer y competir.
De la misma forma que un anciano necesita comer menos que un adolescente, en bosques maduros en los que los árboles han parado prácticamente de crecer, el balance CO₂/O₂ se inclina hacia un mayor consumo del denominador que del numerador. Esto conduce inevitablemente a la conclusión de que los bosques centenarios no ayudan a la oxigenación de la atmósfera.
¿Qué pasa cuando el árbol se muere?
Si algo caracteriza a las selvas tropicales es el continuo reciclado de la materia orgánica, que se manifiesta en forma de la gruesa capa de hojas y madera en putrefacción que yace en el sotobosque. Las plantas, como todo ser vivo, no escapan al conocido paradigma de nacer, crecer, reproducirse y morir. Durante su vida van fijando carbono y liberando oxígeno según crecen, pero cuando mueren se pudren, como todos los demás.
La putrefacción es un proceso por el que los organismos descomponedores (bacterias, hongos, insectos, ácaros y toda esa abigarrada tropa de basureros de la naturaleza) obtienen energía de la materia orgánica descomponiéndola en compuestos más simples según absorben oxígeno atmosférico y liberan CO₂.
Cuando las plantas mueren y se pudren, los descomponedores liberan de nuevo el carbono que habían almacenado y absorben buena parte del oxígeno que habían liberado. Al final de la vida de un árbol de la selva, todo acaba básicamente como había empezado.
Esto es, obviamente, una simplificación. Parte del carbono que absorbió la planta entra en la cadena trófica cuando la madera o la hojarasca son consumidas por los herbívoros, por ejemplo. Pero por complicada que sea la cadena trófica, no altera el resultado final, porque todo ese carbono acaba siendo liberado de nuevo (y el oxígeno absorbido) cuando la materia orgánica se descompone cuando todos esos organismos acaban por morir.
En resumen: la respiración y la putrefacción son los procesos que hacen que, inevitablemente, una selva tropical madura no produzca una emisión neta de O₂ ni una absorción neta de CO₂ apreciables. Los árboles de la selva no son las “bombas oxigenantes” que creen algunos, pues el balance neto es prácticamente nulo para una selva madura.
No estoy diciendo que esté bien acabar con la selva amazónica, sino todo lo contrario. Lo que digo es que la razón que suele darse para protegerla es inconsistente. Además del supuesto “pulmón”, existen tantas otras razones para protegerlas que es absolutamente estúpido y autodestructivo acabar con las selvas tropicales.
La selva amazónica lleva ahí millones de años, pero hubo un momento en el que no estuvo ahí. Según se fue extendiendo y la masa forestal aumentando, sí estaba almacenando carbono y fijándolo al mismo tiempo que liberaba de forma neta una gran cantidad de oxígeno. Por tanto, es fácil hacer que la selva almacene carbono y produzca oxígeno de forma neta: simplemente habría que reforestar parte de la superficie desforestada, porque, según aumente la masa forestal, estará oxigenando hasta alcanzar la biomasa de una selva madura, momento en el cual la producción neta se detendrá.
Ahora supongo que les asaltará una duda: ¿De dónde proviene el oxígeno que respiramos y cómo y quién lo produce? Como no podía ser menos, la respuesta la dejo en el aire para otra ocasión.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.