Arrastrándose hacia la vida. La historia de Doug Scott y el Baintha Brakk
En 1977, una expedición inglesa se propuso escalar el Baintha Brakk, uno de los sietemiles vírgenes más espectaculares del Karakorum. Después de varias tentativas Doug Scott y Chris Bonington consiguieron hollar la cima, pero apenas habían iniciado el descenso, sobrevino el desastre. La historia de cómo ambos consiguieron volver de aquella trampa constituye uno de los relatos más sorprendentes de la historia del alpinismo.
Los años 70 fueron la década del alpinismo inglés. Nombres como Haston, Tasker, Boardman, Whillans y, por supuesto, Scott y Bonington, han pasado a la historia por méritos propios, y la mayoría de dichos méritos tuvieron lugar durante aquellos años.
Seguramente también contribuyó a su fama el hecho de que proyectaran una imagen muy alejada de la tradicional estampa de respetables caballeros que hasta aquel momento había estado asociada a los alpinistas británicos. Estos parecían más bien una tropa de estibadores locos y melenudos, bromistas y vividores, que asaltaban las montañas como si fueran de fiesta al pub, pero que, sorprendentemente, no se bajaban de ella sin haber firmado una vía impensable tan sólo una década antes. Buscaban la dificultad y parecían disfrutar con el riesgo más alto; y aunque algunos, como Don Whillans, hicieran todo eso con un cigarro en la boca y una botella de whisky en el petate, lo cierto es que el nivel técnico de aquellos ingleses no tenía parangón.
Inmersos en esa búsqueda de dificultad y compromiso extremos, no tardaron en topar con un desafío a la altura de su ambición. En el corazón del Panmah Muztagh, una subcordillera del Karakorum, hay una montaña conocida por los locales como Baintha Brakk, pero que los ingleses habían recogido en sus mapas como “El Ogro“. Se trata de un pico de 7.285 metros, lo cual no es mucho para el Karakorum, pero cuya forma lo hace especial. Desde su base, esta montaña recuerda a un castillo. Cuenta con tres cimas principales que se alzan como torres de granito, y una fina cresta dentada que las une a modo de muralla. No es una montaña bonita, en palabras del propio Doug Scott, protagonista de esta historia, pero es increíblemente difícil, todo un imán para alpinistas extremos.
Primer intento
En 1977 seis de los mejores alpinistas británicos de la época se pusieron en marcha hacia el Karakorum con la intención de ser los primeros en apuntarse una vía en el Baintha Brakk. Entre ellos figuraban dos escaladores que se convertirían en leyenda: el ya mencionado Doug Scott, que dos años antes había sido, junto con Dougal Haston, el primer británico en escalar el Everest (recordemos que Hillary era neozelandés), y el fabuloso Chris Bonington, que era el escalador con más experiencia del grupo. La historia de cómo llegaron hasta allí, haciendo autostop desde Afganistán y contratando porteadores con discapacidades para evitar huelgas durante la aproximación, sería suficiente para un artículo, pero palidece en comparación con lo que ocurrió después.
Al llegar a la base de la montaña, el grupo decidió dividir sus esfuerzos en dos vías diferentes. Bonington, Mo Anthoine, Clive Rowland y Nick Estcourt optaron por un flanqueo que debía llevarles a alcanzar primero la cumbre oeste, desde donde recorrerían la fina cresta a modo de muralla hasta la cumbre central. Doug Scott y Paul “Tut” Braithwaite, por su parte, decidieron que no habían caminado hasta allí para andar flanqueando nada, y optaron por encarar directamente el Pilar Sur, una muralla de más de 1.000 metros de granito vertical que da vértigo incluso vista desde abajo.
Lamentablemente, el intento del Pilar Sur tuvo que ser abortado al poco tiempo, cuando el Baintha Brakk dio el primer aviso lanzando una roca que golpeó a Braithwaite en una pierna. Scott y él se retiraron entonces hasta el campo base, uno frustrado y el otro dolorido y allí se vieron obligados a esperar acontecimientos.
Por suerte, mientras la montaña se sacudía a los dos inconscientes que habían tratado de escalar el Pilar Sur, más al oeste, los otros cuatro escaladores habían conseguido remontar las pendientes de roca, hielo y nieve hasta unos respetables 6.100 metros. Desde ese punto Bonington y Estcourt lanzaron un rápido ataque a la cima oeste y comprobaron que sería posible, aunque no sencillo, alcanzar desde allí la cumbre central en un futuro ataque.
Segundo intento
De vuelta en el campo base, los cuatro de la cima oeste se encontraron a Braithwaite herido y a Scott echando humo. Estcourt decidió que había tenido suficiente con el premio de la cima oeste y Braithwaite no estaba para ir a ninguna parte, pero los demás aún querían apuntarse el Baintha Brakk central, así que siguieron con el plan.
Juntos (obviamente Scott había renunciado al Pilar Sur) volvieron a remontar las pendientes y alcanzaron la cumbre oeste (segunda vez para Bonington). Desde allí continuaron su camino rapelando hasta la cresta que unía las cimas oeste y central, donde se afanaron en cavar una cueva en el hielo en la que pasar la noche.
Por la mañana Antohoine y Rowland se sintieron demasiado agotados como para continuar, así que decidieron esperar en la cueva mientras sus compañeros probaban suerte. Scott y Bonington, los más fuertes del grupo, dedicaron toda la mañana a recorrer la cresta dentada hasta llegar al pie del pináculo de granito que forma la cima principal del Baintha Brakk. Allí comenzó la escalada de verdad. Ambos tuvieron que desplegar todas sus habilidades para remontar aquellos 250 metros de granito liso y vertical que los separaban de la cumbre. Scott declararía después que aquella fue la escalada más difícil que él hubiera hecho nunca a semejante altura.
Al atardecer del 13 de julio, después de un mes de intentos, Bonington y Scott recorrieron por fin los últimos metros y alcanzaron la cumbre del Baintha Brakk central. Llevaban muchas horas concentrados en la escalada y no fue hasta que pudieron descansar en lo más alto cuando se dieron cuenta de que apenas les quedaba tiempo para bajar antes de que se hiciera de noche.
El accidente
En mitad de la penumbra, sin apenas haber descansado, Scott y Bonington iniciaron un descenso que tenía algo de desesperado. Nada más iniciar el primer rápel, Scott patinó en el hielo, penduló hacia un lado y fue a estrellarse contra las rocas. Enseguida supo que la cosa era grave.
En cuanto intentó ponerse de pie, sus dos tobillos crujieron terriblemente y volvió a caer al suelo. Bonington le alcanzó justo a tiempo de escuchar el sonido y ver cómo ambas piernas se le doblaban. Los dos hombres se miraron asustados. “No te preocupes, todavía estás muy lejos de la muerte”, fue todo lo que alcanzó a decir Bonington, sin mucha convicción.
No tenía ninguna duda de que iba a bajar, es sólo que tampoco tenía ninguna idea de cómo iba a hacerlo.
Pero la verdad era que tener los dos tobillos rotos a 7.200 metros, prácticamente en la cima del Baintha Brakk central, era algo muy parecido a una condena a muerte. Oscurecía y ambos sabían que no había mucho más que hacer de momento, aparte de prepararse para pasar la noche en una minúscula repisa.
Esta historia hubiera podido ser diferente si se hubiera roto las piernas cualquier otra persona, pero Doug Scott no era un hombre que se dejara llevar por el pánico. Dos años antes, mientras descendía de la cima del Everest en compañía de Dougal Haston, la noche se les echó encima, igual que en esta ocasión. Estando a 8.760 metros, en lugar de ponerse nerviosos y descender a ciegas, ambos se sentaron en la nieve e hicieron el vivac a mayor altura de la historia.
En esta ocasión, mientras hacía otro vivac en el Baintha Brakk, Scott reflexionó sobre su situación y con su típico humor inglés decidió que “no tenía ninguna duda de que iba a bajar, es sólo que tampoco tenía ninguna idea de cómo iba a hacerlo”.
El descenso
Por la mañana Scott había encontrado la solución a sus dudas, bajaría de la única manera posible: arrastrándose sobre sus rodillas, sus codos, sus muñecas… sus dientes, si fuera necesario. Enseguida descubrió que, dentro de lo malo, había tenido suerte, pues al fracturarse ambas piernas por debajo de las rodillas, aún podía rapelar; y en ese momento rapelar era la única manera que tenían ambos escaladores de alcanzar la cresta en la que les esperaban sus compañeros.
Al llegar a la arista, Scott empezó de verdad a arrastrarse por su vida. Asistido en todo momento por Bonington, reptó a través de todos los obstáculos de piedra y hielo que encontró en el camino, a una velocidad exasperantemente lenta, hasta que por fin, al atardecer, alcanzaron a sus amigos en la cueva de hielo.
El panorama seguía siendo sombrío. Daba igual que ahora fueran cuatro, en un terreno como aquel, nadie podía cargar con nadie, así que Scott iba a tener que seguir apañándoselas por sí mismo; y ahora, además, cuesta arriba. Y es que, para descender por la vía que habían abierto, antes tenían que volver a alcanzar la cumbre oeste.
Por la mañana se levantó una ventisca que les obligó a pasar otra noche en la cueva. Scott no perdía su ánimo. Consideraba una auténtica suerte haberse roto ambas tibias pues “si me hubiera roto los fémures, aún seguiría en la montaña”. ¡Indudablemente era un hombre de los que ven la botella medio llena!
Al tercer día los cuatro escaladores salieron de la cueva e iniciaron el ascenso hacia la cima oeste. Ese día Doug Scott se convirtió en la única persona de la historia en escalar un sietemil con ambas piernas rotas. Desde allí todo el terreno era cuesta abajo, lo cual no era en absoluto sinónimo de que las cosas hubieran mejorado. Asistido en todo momento por sus compañeros, Scott se deslizó monte abajo durante siete días de mal tiempo, sobre nieve blanda que lo empapaba hasta los huesos. Apenas se quejó. El suyo fue un despliegue de paciencia sin precedentes.
Y eso que el Baintha Brakk parecía decidido a ponerles a prueba.
En un momento dado, Bonington tropezó y se rompió dos costillas al golpearse fuertemente contra una roca. Por si aquello no fuera suficiente, poco después tosió sangre y entró en pánico al pensar que había contraído edema pulmonar, lo que, de no descender inmediatamente, podría conducirle a la muerte. Entonces Scott, que en aquel punto había alcanzado un grado de estoicismo cercano a la comedia, tranquilizó a su amigo diciéndole que probablemente “sólo” tuviera pulmonía. Como si tener pulmonía a siete mil metros fuese cosa de broma.
Después de una semana arrastrándose por el monte, finalmente, Scott y sus compañeros alcanzaron el campo base, sólo para descubrir que Braithwaite y Estcourt los habían dado por muertos y habían abandonado el lugar. Como si aún les quedara una esperanza, al menos habían tenido a bien no desmontar todas las tiendas y habían dejado una provisión de barritas de Tom y Jerry, que fue todo lo que los desventurados escaladores pudieron comer durante los cinco días que a Anthoine le llevó alcanzar la civilización con la noticia de que estaban vivos.
Al quinto día aparecieron doce porteadores baltíes en el campo base para llevar a Scott hasta un punto desde el que pudiera ser evacuado en helicóptero. Éste no pudo dejar de admirar el cuidado y el cariño con el que lo transportaron. Menos suerte tuvo con el helicóptero, que se estrelló al tomar tierra en Skardu. Por fortuna, nadie salió herido o, al menos, nadie salió más herido de lo que había entrado.
Doug Scott y Chris Bonington son dos de los pocos supervivientes de aquella generación prodigiosa de escaladores ingleses. De hecho, sus largas vidas están tan llenas de historias y aventuras que ésta ni siquiera es demasiado conocida.
En cuanto al Baintha Brakk, sigue siendo la misma montaña hostil. Más de veinte expediciones han intentado ganar su cima, pero solamente dos, aparte de aquella británica del 77 lo han conseguido.
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